Ferdinand de Saussure fue uno de aquellos conspiradores que, desde 1291, adoptaron «la extraña resolución de ser razonables»[1]. Quiero decir que fue suizo. Su Curso (1915) genera en el lector el placer que producen las construcciones intelectuales precisas, no menos que el asombro de todo lo que es inicio de algo, pues no en vano la lingüística del siglo XX es una larga glosa a Saussure.
En esa obra asienta el ginebrino: «El lazo que une el significante al significado es arbitrario; o bien, puesto que entendemos por signo el total resultante de la asociación de un significante con un significado, podemos decir más simplemente: el signo lingüístico es arbitrario»[2]. Los lingüistas actuales, como John Lyons en «Arbitrariedad de la realización substancial»[3], siguen sosteniendo idéntico principio: «la asociación de un sonido o una letra determinados con un determinado elemento de expresión es algo convencional y arbitrario».
Pero el propio Saussure estudió la motivación de algunos signos —no sólo las onomatopeyas, con importantes matizaciones—, que resultan menos arbitrarios que los demás, porque la relación entre su significante y su significado es de tipo menos convencional, más natural (Curso, II, vi, § 3). La poesía ha explotado esa motivación (por ejemplo, mediante la sinestesia), y Dámaso Alonso basó en tal concepto muchos de sus excelentes análisis estilísticos:
Creemos, con Saussure, que el signo es «arbitrario» (no hay nada que ligue el significante a la cosa significada; el significante puede morir y ser sustituido); pero creemos en la motivación, en el sentimiento de la motivación por el hablante: ese sentimiento sería una «ilusión» (así han objetado insignes lingüistas); pero las «ilusiones» son también hechos, es decir, realidades. Así, la «ilusión» del hablante (y del oyente) es un hecho realísimo del lenguaje, con el que la lingüística ha de contar.[4]
A los datos que Alonso acopió para contradecir la teoría de la arbitrariedad, añádanse los que depara el juego del diccionario, en buena medida basado en tales ilusiones de los oyentes.
Otra de las palabras propuestas aquella tarde en mi casa fue copaiba, ‘árbol americano de las leguminosas’. Éstas fueron las acepciones ficticias que la imaginación o memoria suscitó: 1. Árbol de la familia de las copáceas; de hoja perenne y afilada, abunda en América Central / 2. Árbol de la familia de las armentáceas que se da preferentemente en climas tropicales. Es de hoja caduca y fruto no comestible / 3. Árbol de la yuca, de tronco amplio, rugoso y oscuro / 4. Fruto carnoso, de color anaranjado. Asombroso. ¿Cómo se explica que las cuatro definiciones, inventadas por oyentes que desconocían el significado de copaiba, coincidieran tan estrechamente?
¿Qué propiedades tiene el significante /kopájba/ para que cuando es escuchado por cuatro personas quede asociado por éstas, inmediata, casi unánimemente y sin acuerdo previo, a la significación de ‘árbol tropical’ o ‘fruto’?
[1] Jorge Luis Borges, Los conjurados, Madrid, 1985.
[2] Curso de lingüística general, I Parte, cap. I, § 2, Buenos Aires, 1970.
[3] Párrafo 2.2.7. de su Introducción en la lingüística teórica [1968], Barcelona, 1986.
[4] «Motivación y arbitrariedad del signo», apéndice I de Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos [1950], Madrid, 1981.
Interesantísima serie. Por supuesto que, a pesar de Saussure, los signos lingüísticos poseen una naturaleza motivada. Y no sólo eso, sino que también los esquemas de construcciones sintagmáticas están constituidas con cierta iconocidad en su configuración diagramática. Algo maravilloso.
ResponderEliminarUn saludo.
Pablo A.
Maravilloso, en efecto. Habría que seguir explorando el concepto de "ilusión" como "hecho" (Alonso) y la más que probable identidad de imaginación y memoria. Claro que si se diera con la explicación de la "arbitrariedad motivada", la maravilla dejaría de ser tal... Saludos.
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