Entre la naturaleza y Cervantes,
¿quién ha imitado a quién?,
se podrá preguntar eternamente.
Marcelino Menéndez Pelayo
Binche (Baja Alemania), 1549. Ante el Emperador su padre, el futuro Felipe II participa en unos festejos que, al decir de los cronistas de la época, reprodujeron una pequeña novela de caballerías. Al estudiar aquel acontecimiento, Daniel Devoto recordaba que la lucha medieval del torneo no es sino literatura aplicada.
En «Tema del traidor y del héroe» (Ficciones, 1944), un relato que ejemplifica, precisamente, cómo el verbo se hace vida, dicta Borges: «Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible». Pero —bien lo sabía Borges— no resulta así para todos. Al fijar en 1947 «lo peculiar del siglo XVI español» como «la acción vital de la letra impresa sobre los lectores», Américo Castro asentó:
Sentir los libros como realidad viva, animada, comunicada e incitante es un fenómeno humano de tradición oriental, estrechamente ligado a la creencia de ser la palabra contenido y transmisor de una revelación. La idea de religión revelada y expuesta en libros sagrados es oriental y no occidental. De la conjunción del espíritu hebreo y del pensar neoplatónico en Filón Hebreo surgió la creencia en el logos-palabra como espíritu emanado y creante: «El verbo-logos se hizo carne y habitó entre nosotros».[1]
En la nota 37 de su «Política y folklore en el Castillo Tenebroso», Devoto multiplica las referencias —medievales y renacentistas— a esta peculiar imitación de la literatura por parte de la vida; Chevalier acopió luego más testimonios de cómo lo cotidiano fue emulando a la palabra escrita[2].
En sentido contrario al que conducen esos testimonios de los ludópatas de la lectura, la Poética de Aristóteles conecta arte y vida por medio del concepto de mímesis. Para «el más complido de todos los filósofos», como lo consideraban nuestros poetas medievales, imitar es «algo connatural a los seres humanos desde su niñez», y todas las expresiones del arte y la literatura no son sino formas de mímesis. Del texto aristotélico se desprende incluso una identificación entre imitación y poesía, a la que se denomina allí «mimética en hexámetros»[3].
El arte, pues, copiaría a la naturaleza. La Antigüedad siguió tan prosaico dictamen del Filósofo. Por eso Cicerón definió la comedia como Speculum vitae, exemplum consuetudinis et imago veritatis: espejo de la vida, ejemplo de costumbres e imagen de la verdad. Aunque, si bien se mira, tal exemplum consuetudinis apunta a cómo el espectador puede, tras bajarse el telón, literaturizar sus comportamientos.
La concepción ciceroniana fue legada a centurias posteriores. Lo muestra el proemio de la Propalladia (1517) de Torres Naharro, no menos que la paráfrasis que el neoaristotélico Cervantes inventó como crítica contra el nuevo teatro propugnado por Lope y sus adláteres: «Espejo de disparates, ejemplo de necedades e imagen de lascivia» (Quijote, I, 48).
Es el caso que, frente a ceremonias lúdicas como la de Binche, parece haber triunfado en Poética la gris idea de que es la vida la imitada por el ingenio del artista.
Nada, sin embargo, más lejos de la realidad... o de la ficción.
[1] «La palabra escrita y el Quijote» (1947), en George Haley, ed., El Quijote de Cervantes, Madrid, 1980.
[2] Daniel Devoto, Textos y contextos, Madrid, 1974; Maxime Chevalier, «El público de las novelas de caballerías», en su Lectura y lectores en la España de los siglos XVI y XVII, Madrid, 1976.
[3] Cito por la edición bilingüe de Aníbal González: Aristóteles, Horacio, Artes poéticas, Madrid, 1987.
No hay comentarios:
Publicar un comentario