Un segundo haz de señas sobre el estereotipo príncipe, en nada aprovechable por la retórica del cuento de hadas, fue delimitado en 1513 por Nicolás Maquiavelo, aquel filósofo a quien le dio por ser experimental o sincero: «siendo mi intención escribir una cosa útil», «me ha parecido más conveniente perseguir la realidad efectual antes que la imagen artificial».
Así que, lejos de presuponer y especular con «repúblicas y principados que nunca han sido vistos ni conocidos en la realidad», entidades o entelequias del deber ser, Maquiavelo opta por describir el ser: «hay tanta diferencia entre cómo se vive y entre cómo habría que vivir, que el que no se ocupa de lo que se hace para ocuparse de lo que habría que hacer, aprende antes a fracasar que a sobrevivir»[1]. Lo cual bien se aplicaría a ese reino del deber ser en que consisten los estereotipos, los eufemismos y el lenguaje políticamente correcto, sobre el que andando el tiempo algo habré de decir.
Preguntándose «si es mejor» para el gobernante «ser amado que temido», Maquiavelo responde —sin cortarse un pelo— que «ambas cosas son deseables, pero puesto que son difíciles de conciliar, en el caso de que haya que prescindir de una de las dos, es más seguro ser temido que ser amado» (El príncipe, cap. XVII). Napoleón, con menos melindres aún, apostilló a este pasaje: «No es una cuestión para mí». Y respecto a las dos posibilidades contempladas por Maquiavelo, añadió: «No necesito más que de una». Un estereotipo, el maquiavélico-napoleónico, al que respondía Sadam Hussein, presidente de Irak o —a tenor de su comportamiento— irremediable errado (o herrado), agente de la CIA… o las tres cosas a la vez.
Hussein puso de moda en 1991, durante la I Guerra del Golfo, el estereotipo «La madre de todas las batallas», que desde entonces no ha dejado de repetirse constantemente, y aplicado a cosas de lo más variadas, de modo que pudiera ser remedado por un restaurante valenciano (La madre de todas las paellas) o por una marisquería gallega (La casa de todos los centollos). Es que el estereotipo comporta un modelo que se ofrece a la imitación. Así, el extraordinario hallazgo poético del comercial Don Algodón, sintagma rediseñado luego por otras marcas, pero ya sin el éxito que al original había brindado la pensada repetición final (dón) de la primera sílaba (Don) del cliché.
Volvamos a Hussein, que hasta su final en la II Guerra del Golfo no cesó de atraer la ira divina de los bombarderos. Los periodistas que en 1991 se encontraban a bordo de los portaaviones norteamericanos, recibieron de pronto la prohibición de continuar con sus transmisiones. La mordaza impuesta a los reporteros fue interpretada como inicio de la batalla que segura se sabía. Esto me hizo comprender el estereotipo, poético y periodístico, del elocuente silencio.
A partir de ese momento, la crónica sería de una muerte anunciada… Otro explotado estereotipo.
[1] Cito del capítulo XV de la obra de Maquiavelo por la traducción española de El príncipe comentado por Napoleón Bonaparte (Madrid, 1991), en que el Emperador corso dialoga, a través de sus anotaciones, con el ideólogo florentino. La razón de Estado sin tapujos. Una delicia: teórico-práctica.
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