Acabo de recibir de la editorial ejemplares de mi último libro, recién publicado: Tres poemas a nueva luz. Sentidos emergentes en Cristóbal de Castillejo, Juan de la Cruz y Gerardo Diego (Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2012). Revisar uno de ellos ahora me provoca, como siempre, una sensación tan grata como extraña.
Me complace, claro, notar tangible el fruto de un trabajo de años: de lecturas de tantos libros y artículos; de sorpresas, vueltas, comprobaciones y más revueltas; de ordenación, conexión y reconfiguración de los materiales; de escrituras y correcciones; de revisión de pruebas… Luego experimento una extrañeza releyendo fragmentos de lo que una vez escribí, pues veo que esos textos van siendo menos míos por pertenecer a un pasado que se aleja de modo irremediable. Por fin, quiero creer que futuros lectores hallarán un asidero, en algunas de tales páginas, que les permita reencontrarse con los autores y los poemas que me sorprendieron y fascinaron: hacerse, siquiera mínimamente, algo contemporáneos de ellos.
Ya es un libro, y por tanto presenta un índice. Pero la aventura de Tres poemas a nueva luz comenzó muchos años atrás. Recuerdo que aún no había empezado a dudar del carácter inocuo de la persistente moda literaria en que se decía que, entre los siglos XV y XVI, consistió la corriente filosófica que de Marsilio Ficino y Pico della Mirandola lleva a Platón y Plotino, y desde estos conduce, por intrincadas vías, a Orfeo. Asimismo, estaba convencido —lo aseveraba la indiscutida tradición crítica— de que la bíblica era la única palabra de fray Juan de la Cruz.
Con ese convencional bagaje empecé a caminar, allá por el otoño de 1990, las sendas andaluzas de fray Juan. Iba a la búsqueda de la documentación sanjuanista —yo seguía varado en el anacronismo de llamar San Juan a fray Juan—, tan desperdigada por conventos carmelitas de clausura en Granada, en Córdoba, en Jaén, en Sevilla. Visité sus edificios, traspasé sus tornos. Cierta tarde inolvidable, rodeado de monjas que veneraban la reliquia, y que en caridad me regalaron con pasteles y limonada, tuve en mis manos el manuscrito Sanlúcar del Cántico espiritual. Fue una experiencia (no sólo filológica) increíble. Iba armado con regla para medir dimensiones, y con lápiz y cuadernos para anotar cosas que he olvidado, y que deben de yacer en cierto catálogo conmemorativo. Lo que recuerdo es la mesa de madera, la tarde blanquiamarilla, a las madres expectantes, a un joven aprendiz de filólogo que, absorto en el amor por la palabra —al fin tan humana— y la letra depositada cuatrocientos años antes en aquellos folios, se sentía observado por diez ojos mientras los suyos descansaban en la reliquia santa de carmelitas y católicos, y en la reliquia laica y de voz incorruptible de los hispanistas y de los poetas de España.
Años después, el chispazo que ilumina el inicio de toda investigación me reveló que las «cuevas de leones» de la estrofa 15 del Cántico se hallaban en un pasaje de las Metamorfosis de Ovidio. Era 1998, y yo había renunciado casi a la Filología, comprometido en la gerencia de una universidad que, poco después de fundada, estaba a punto de caer a los pies del inconsciente y ágrafo mercado. (Ni mis compañeros de entonces, tan radicalmente, tan libremente universitarios, ni yo, lo sabíamos aún.) Garabateé notas, mas sin escribir una línea: no estaba aún en condiciones, pero el mito de Hipómenes y Atalanta, convertidos en leones dentro de una spelunca o cueva, perseguía mis relecturas de las Canciones de fray Juan, ese poema que considero el más fascinante de los compuestos nunca en español.
El trauma —esos golpes que a todos da la vida— se convirtió al fin en fortuna. Tuve la dicha de recuperar mi ansiada senda filológica. Y de hallar —después de Antonio Prieto en la Complutense y de George Haley en la Universidad de Chicago— un tercer maestro: aquel que orienta y anima a buscar nuevos caminos. En los textos y en la cordial conversación de José Lara Garrido encontré el estímulo para volver a la Filología. En el año 2003, y ya en la Universidad de Málaga, empecé a deconstruir al deconstructor fray Juan. Esbocé el descubrimiento: las Canciones (o el Cántico espiritual) habían sido compuestas reescribiendo las Metamorfosis, mucho más que el bíblico Cantar de los cantares. En abril del 2005 expuse «El cántico órfico de fray Juan de la Cruz» en el IV Congreso Internacional de Humanismo y Pervivencia del Mundo Clásico, que rendía merecidísimo homenaje a Antonio Prieto, mi director de tesis doctoral, a quien vi asentir complacido mientras escuchaba mis palabras. El texto completo de esa primera versión, contrastada ante colegas de Clásicas e Hispánicas, apareció un par de meses después, en el volumen XXVIII de Analecta Malacitana: «El cántico órfico de fray Juan de la Cruz en dos palabras» pretendía probar que fray Juan glosó en su poema el mito de Venus y Adonis contado por Ovidio (o por Orfeo).
Meses después avancé en una exposición y unas conclusiones más sistematizadas. Mi amiga, la profesora Isabel Colón, con quien en 1995 había editado el Arte de putear de Moratín (en equipo se conquista científicamente el saber filológico y todos los demás), me invitó a pronunciar, en mi vieja Facultad de Filología de la Complutense, la conferencia «Metamorfosis de las Metamorfosis. Algunos casos de caza», que en enero del 2006 escucharon Isabel, sus estudiantes y otros de los amigos que son de los mejores regalos que me ha brindado la Filología: Vicente Cristóbal, uno de los profesores de los que más aprendí durante y después de mi carrera, y con quien asimismo trabajé en equipo, sobre poesía neolatina y española del Siglo de Oro; José Ignacio Díez Fernández, fiel compañero de la precaria etapa de becarios de investigación, y de cuya magnífica edición de Hurtado de Mendoza y su Fábula de Adonis me serví para asentar mi hipótesis; Ángel García Galiano, teórico de la literatura y finísimo novelista; Jesús Ponce, espléndido filólogo y poeta. La preparación de aquella conferencia aún me hizo reparar en detalles que hasta entonces se me habían escapado y que pude añadir a «Fray Juan de la Cruz, a zaga de la huella de Ovidio», que concebí como tributo para «Non omnis moriar». Estudios en memoria de Jesús Sepúlveda (Málaga, Universidad, 2007), otro entrañable compañero en las aulas complutenses, y profesor en Milán, tan repentina e injustamente arrebatado a la vida.
Esos materiales —con estas memorias que ahora añado— conforman el segundo capítulo de Tres poemas a nueva luz, que hace aflorar en el Cántico espiritual, el Diálogo entre el autor y su pluma de Castillejo y la Fábula de Equis y Zeda de Gerardo Diego, «unos respectivos sentidos emergentes» —citaré de mi «Presentación» al libro— «que habían quedado sumergidos por el paso del tiempo y la inevitable desaparición de los testigos (mejor que receptores) contemporáneos, con cuyas sombras toda operación filológica pretende reencontrarse». Tales «sentidos sumergidos» «lo fueron también por el acatamiento del criterio de autoridad y por el error metodológico a que conducen las técnicas» que «coquetean» «con el anacronismo, cuando no con los expedientes del simbolismo exacerbado y de la interpretación metafísica, frecuentes indicios de comprensión fracasada». Porque la Filología resulta asimismo excelente laboratorio de pruebas sobre la interpretación, esa actividad que todos practicamos regularmente...
Pero larga va ya la reseña del estreno. Dejemos otros asuntos para el mañana.
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