Conjuntando una novela y una pequeña pinacoteca, Elogio de la madrastra ya ha sido examinado en estas Literaventuras. Su capítulo 5, «Diana después de su baño», enlaza con el cuadro de François Boucher Diane sortant du bain, 1742 (París, Louvre). Es el óleo que da pie a Vargas Llosa para su relato ecfrástico sobre la relación lésbica imaginada entre Lucrecia y su criada Justiniana. Como novedad en nuestros contemplativos y virtuales paseos museísticos, Boucher retrata no a una, sino a dos llamativas mujeres que se hallan en compañía de canes. Es que venían de cazar.
Diana después de su baño sintetiza tres de los motivos más caros a la historia de la pintura erótica: la mujer y el perro, la caza y el baño. (Estos dos últimos habrán de dar para sendas series literaventurescas.) Boucher presenta a la diosa Diana junto con una de las ninfas de su cohorte casta y cazadora. Ambas, húmedas hasta hace nada, conversan apacibles tras haber salido del agua, movimiento que hemos de imaginar, pues apenas quedan de él huellas en la escena. Sí: sus blanquísimos, inmaculados cuerpos, ya están acicalados. Y huelen de maravilla. Ahora, yaciendo el carcaj con las flechas junto al insinuado estanque, queda el merecido descanso tras la jornada cinegética. El solaz de las guerreras-cazadoras. Aunque clausurada su frenética actividad, dos de los canes, próximos a la diosa y su acompañante, siguen inquietos, olfateando todavía, a pesar de que el botín de la caza sin vida —hasta no hace mucho aleteante vida— reposa junto a Diana. Boucher se cuidó de que apreciemos que al menos uno de los perros es macho. Eso es: el que menea su rabo.
Para la madre mitología, Diana tenía su aquel de frígida. Dedicada montaraz a la caza y a su grupo de seguidoras, no soportará hombre a su lado, ni ser vista desnuda, lo cual a Acteón le costó un disgusto pero que muy serio. Incompatibles con tanta frialdad, los poetas dieron la vuelta a la tortilla, palabra que quizá fuera prudente no emplear con doña Diana.
El caso es que parodiaron su historia, así como las de Venus, Penélope y Lucrecia: «Sobre dos muslos de marfil Tarquino / embarcó su deseo y, con tormenta, / de la mar de Lucrecia el golfo tienta, / que para todo un rey halla camino»[1]. Y sobre la esposa de Ulises («Gran apetito da mayor demanda») aprovecharon los motivos eróticos del hilar y del tejer, que sugerían el coito. Explíquese Diego Hurtado de Mendoza en De Penélope: «¿No tiene la señora por vïanda / el tejer, a su gusto muy amarga, / y así está todo el tiempo que podía / tejiendo y destejiendo noche y día?».
Cierto soneto atribuido al mismo Hurtado, pero también al cachondo fraile benito, o sea, fray Melchor de la Serna, se dirige en su comienzo a Diana: «Señora, la del arco y las saetas, / que anda siempre cazando en despoblado, / dígame, por su vida, ¿no ha topado / quien le meta las manos en las tetas?». Porque ya estaba bien…
Tan fría, casta y distante era Diana, que la tradicion mitológica la había cruzado con Selene, la divinizada Luna. Esta se enamoró del pastor (o cazador, en otras versiones) Endimión, a quien Zeus (o bien Hipnos) concedió vida de eterno durmiente para que Selene se diera el capricho de visitarlo todas las noches. Como hablamos de continuo en griego sin saberlo, notemos de paso la procedencia de las voces selenita e hipnosis.
Uno que leía ese idioma, nuestro humanista Diego Hurtado de Mendoza, sintetizó a las dos Dianas, la cazadora y la lunática. En su soneto XXXIII la llamó «gorda y flaca» al trasvasar la imagen del satélite, creciente y decreciente, al cuerpo de la diosa. Luego, pensó el poeta en la relación entre la Luna y las noches frías, por lo que presentó a Diana padeciendo siempre de catarro o romadizo. Por fin, recordó al nocturno Endimión, «un pastor a oscuras»; ya solo le quedaba por dar el toque sexual que rompiera el vínculo de Diana con la castidad: «os lo hizo». Esos cuatro pasos se convirtieron en el primer cuarteto del soneto XXXIII:
A vos, la cazadora gorda y flaca,
que nunca os falta el moco y romadizo,
¿por qué un pastor a escuras os lo hizo,
si de casta os preciáis, doña bellaca?[2]
Los poetas, que no dejan títere con cabeza, es que no son de fiar. Sobre todo para quienes ordenan y mandan lo que hay que decir.
[1] Poesía erótica del Siglo de Oro, ed. P. Alzieu, R. Jammes e Y. Lissorgues, Barcelona, Crítica, 1984, p. 214.
[2] Los tres textos citados de Diego Hurtado de Mendoza, en su Poesía completa, ed. J. I. Díez Fernández, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2007, pp. 152-153, 594 y 226.
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