Tanta o más vida pide la contemplación que la acción
Antonio Prieto
Cancelándose la primavera, una nueva hornada de adolescentes de la tribu se dispone a acceder a la edad juvenil y a la Universidad. Como la tribu se ha civilizado o amodorrado —que no es cuestión de renunciar a variadas perspectivas, ¿sabe usted?—, el rito iniciático consiste ahora en una serie de exámenes pero que uno tras otro o, como dice la muchachada que va a sufrirlos, del tirón. Lo seguimos llamando selectividad.
Esa muchachada a punto se halla de cruzar el umbral de una nueva fase, caracterizada por la combinación de discoteca y biblioteca (ya les pasó a nuestros antepasados los goliardos). Lógico que algo nerviosa se encuentre. Y eso que ni imagina cómo será la era interminable de la hipoteca. De momento se dispone a elegir su futuro, que no es poco y se dice pronto. Generalmente dejándose guiar por la absurda pregunta de para qué sirve no sé cuál o sí sé qué carrera, grado o grado de carrera.
Veamos.
Porque no queda tan lejos de nosotros. Apenas 200.000 años nos separan. Sus manos ya hace tiempo que no dependen de las ramas; su cuerpo, desde luego, dejó de pender de ellas. Así pues, las tornas se han invertido: son esas manos las que ahora manejan dos trozos desgajados de un árbol... Unas manos que van siendo habilidosas, preludio ya de potentes y futuras tecnologías. Este simpar homínido ha liberado sus extremidades superiores gracias a la bipedestación, y ahora ensaya no sospecha qué, frotando rama contra rama. Otros primates bípedos observan la escena. Aún no intercambian palabras, pero su proceso de progresiva encefalización continúa imparable. Todo llegará. La paciencia es el alto magisterio de la naturaleza.
Ninguno de ellos habla aún, pero gestos y guturalizaciones van formando y forjando un cúmulo de significantes que, ligados una y otra vez a un contexto, darán un día, a la vuelta de la esquina de cierto milenio, el fruto mágico del significado. Nuestro bípedo protagonista sigue frotando; las ramas no dejan de calentarse: empiezan a esbozar una sorprendente columnilla de humo…
Imaginemos la escena de otra manera. Los homínidos, acechados por otros depredadores todavía más poderosos y feroces (pero se ha iniciado para ellos la cuenta atrás), inquietados por el próximo y previsible ocaso, acuciados por la carencia de alimentos, amenazan al ocioso que persiste en su inútil e incomprensible actividad de juguetear con dos palos. «¿Estás en lo que estás?», pensamos que pensarían. Y enseguida le amenazan de una forma que hoy traduciríamos así: «¿Para qué sirve eso?».
No: no pudo ser posible esta segunda estampa. Es que la especie lleva dos mil siglos preguntándose más bien poco por la utilidad de las cosas. Reconozcamos que lleva su abundante tiempo interrogándose, sobre todo, por las cosas mismas. En efecto, la pregunta base de la humanidad no ha sido «¿para qué sirve eso?», sino «¿qué es eso?». La curiosidad, y no el utilitarismo, se ha convertido así en el motor de la especie más inteligente.
Me acojo al viejo y medieval sentido de vicioso, que era el de ‘productivo’ o ‘rico’, para afirmar que el círculo no pudo ser más vicioso: la inteligencia se desarrolló ejercitándola, es decir, planteando, mediante la curiosidad, retos y problemas que resolver. Y la curiosidad fue impulsora de la inteligencia, que siguió alimentando la curiosidad, que…
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