El calendario de la cultura universal, que es concluyente, no me dejará mentir. Me autorizarán, en todo caso, Juan Luis Arsuaga e Ignacio Martínez con La especie elegida. La larga marcha de la evolución humana (Barcelona, 1999).
200.000 años atrás, un dominio del fuego que permitió los asentamientos estables y, con ellos, la cohesión social; 10.000, un control de la agricultura y la ganadería que dispuso la idea de ciudad, seno y sede de la civilización («el aire de la ciudad nos hace libres», postulará muchas centurias después el dicho medieval); 5.500 años de una tecnología revolucionaria, la escritura, que liberó grandes cantidades de memoria para emplearlas y emplazarlas en la aventura de la simbolización y la abstracción; 500 de una imprenta que democratizó los saberes, afinó el juicio estético y expandió el espíritu crítico; 350 de una ciencia nueva, atenta al más acá, que ha avanzado precisamente, y con precisión, por mantener imbricadas la teoría (formulación de hipótesis) y la práctica (experimentación).
Si el mundo, el miedo y el tiempo han sido cada vez más controlados por la humanidad, y si los hitos memorables de ese calendario se suceden con mayor frecuencia, será porque apenas hubo detención en interrogantes sobre la utilidad del fuego, el arado, la rueda, la escritura, la imprenta o la ciencia. No es difícil demostrar que la pregunta sobre la utilidad es la menos curiosa de todas, pues responde a una vía estéril o incivil.
Encadenemos de manera trabada y coherente, para hacerlo, la serie de inquisiciones sobre la utilidad, y combinémosla con la condicionalidad. La única respuesta concluyente entonces será la más estúpida posible: la nihilista. De la finalidad, pues, al fin: ¿para qué la medicina, si somos mortales?; ¿para qué la arquitectura, si ya hay grutas?; ¿para qué el arte, si no colma necesidades primarias?; ¿para qué el ocio, si no produce?; ¿para qué el lujo, si los ricos también lloran?
A poco que se piense, los logros todos de la especie, desde el control del fuego hasta la física cuántica, desde el cultivo de los campos hasta el de la poesía, han brotado como frutos de la curiosidad, de preguntas preñadas de ansia de saber, y de consecuentes pruebas y errores, desengaños y éxitos parciales: si el éxito deviniera total, nada habría ya que preguntar. Por el contrario, bárbaros, agoreros y parásitos se empeñaron y persisten en el «para qué, si...».
Y digo parásitos no con ánimo de ofensa —aunque…—, sino por el hecho evidente de que preguntarse por la utilidad de algo es actividad siempre posterior y deudora de la primigenia interrogación sobre el qué de ese algo.
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