Nada más descorazonador que la ausencia de curiosidad, que es signo de falta de vitalidad, de inquietud, de estímulo, de juventud. De empeño o studium. De ese afán por aprender que un sistema educativo digno debe fomentar, sin burocráticos cómputos de pedagógicos cronogramas, de créditos y réditos: por amor al arte.
Si yo me planteara una pregunta que jamás me hice como estudiante, solo se me ocurriría una respuesta al para qué estudiar: se estudia para ser feliz. Recuperaré la cadena lógica que me lleva a esa conclusión: uno estudia para formarse; uno se forma para ser ciudadano, bueno o crítico; uno es ciudadano cuando tiene la conciencia tranquila —y por tanto duerme— tras haber ejercido bien, y con bien, un trabajo por el que obtiene reconocimiento; uno duerme y recibe recompensa, y es feliz... Uno estudia y será, pues, feliz.
Pero, sobre todo, estudiar es participar de esa perpetua cualidad humana —que es tanto capacidad como insatisfacción crítica y creadora— de acompañar el asombro que sentía Aristóteles cuando contemplaba la naturaleza y se preguntaba curioso por ella, para averiguar lo desconocido y fascinarse ante el prodigio perenne del pensamiento retándose y cruzándose con el secreto y desvelándolo.
Haré un poco de autobiografía. El lugar, el RES de un CIR. Esto ya hay que explicarlo, porque empieza a pertenecer a la memoria recóndita de la especie: Recreo Educativo del Soldado, en el Centro de Instrucción de Reclutas. Drammatis personae: seis próximos soldados. Uno de ellos, que como acaba de terminar sus estudios universitarios recibe la orden de enseñar a los demás a leer, pregunta a los colegas-alumnos por sus dedicaciones en la añorada vida civil. Otro recluta, que es marinero de Huelva, cuenta cómo faena en su barca de pesca, y va describiendo, con una asombrosa y precisa capacidad verbal, los aparejos de su embarcación, los procedimientos y útiles de su labor libre y dura. En los escasos días del RES, aquel soldado me enseñó que un profesor aprende sobre todo con sus estudiantes más curiosos, y que es una obligación social detectar toda inteligencia natural para que cuente con la oportunidad de acrecentarse mediante la educación.
Nadie frenó con preguntas maleducadas al homínido que jugueteaba con dos secas ramas. Aquella primigenia oportunidad no desperdiciada fue uno de los jalones que hicieron de la humanidad una especie cada vez más encefalizada, más simbolizadora y más estudiosa, que dejó de inquietarse por los depredadores y los ocasos. Y aquí estamos, al amor de la lumbre de la chimenea, continuando con civilizaciones elevadas sobre el cimiento de la curiosidad.
No se ve por qué hemos de cambiar el sentido de las preguntas realmente creativas.
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