En los periodos de entreguerras, el deporte (el fútbol, o sea) es el espacio donde se dirime el quítame-allá-esas-pajas de los entes civilizados que aún conocemos como naciones, estados o países, que así de liado va el asunto a nivel puramente conceptual. Clausewitz, militar prusiano y autor dijérase que de una sola frase, la asociada a él por automatismo o tic cultural, parece que afirmó que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Supongamos que sea cierto; el fútbol, entonces, prolonga la guerra de otras maneras.
Belgrado, 1976. Cuarenta años después de haberse anexionado Checoslovaquia, treinta y cinco después de haber conquistado Yugoslavia y treinta después de quedar partida en dos, la semiGermania de la República Federal accede a la final de la Eurocopa de Naciones. El partido contra Checoslovaquia ha terminado con empate, y la prórroga tampoco lo ha deshecho. Todo se va a resolver en la tanda de penaltis. El decisivo enfrentará al famoso Sepp Maier, portero alemán, con un oscuro jugador checo, Antonin Panenka, que —luego se sabrá— durante los entrenamientos de las últimas semanas ha estado ensayando una extraña variante de lanzamiento desde los once metros. Sus compañeros no quieren ni verlo.
Panenka coge exagerada carrerilla, se acerca raudo al balón, frena de pronto su carrera, acaricia la bola con todo el amor de que es capaz un diestro pie que halla un mínimo y mimoso resquicio entre la amada perfecta, de tan esférica, y la cal del punto fatídico… Simultáneamente, Maier se lanza a la izquierda, es lo habitual, oiga, el portero se tira a un lado, al compás azaroso del disparo del lanzador, a ver si hay suerte y este se equivoca, un penalti no lo para nunca el arquero, ¿sabe usted?, lo falla siempre el pateador… Panenka pica el balón, que obedece volando lento, orientado y sabio como un frágil y seguro avión de papel que hubieran diseñado y fabricado las manos matemáticas de un experto ingeniero… Hacia el centro de la portería, allá se dirige el esférico avión de papel, hacia el campeonato, a punto está de llegar, de alcanzar la gloria del gol y la bandera vencedora, al menos un día, por sobre las demás…
Con aplomo extraordinario digno del mejor de los estoicos, como sin dar importancia al momento culminante de su vida y de la historia de victorias de Checoslovaquia, Panenka conquistó un campeonato en eso que la mayoría, que no sabe de fútbol, sigue llamando «la lotería de los penaltis»; pero a fin de cuentas esta de ganar una copa es costumbre que acaba cumpliendo alguien, uno cualquiera, cada temporada o cada competición. Un ir acumulando grises trienios. Panenka es que sobre todo inventó una nueva forma de lanzar penaltis, de engañar al destino de la repetición, pues que en el fútbol, como en la vida, apenas nada nuevo hay bajo el sol: el penalti a lo Panenka.
Lineker, otro famoso autor de una sola frase, y futbolista inglés, sentenció que el fútbol es un deporte en que juegan once contra once y donde siempre acaba ganando Alemania. Panenka surgió de la nada en 1976 para desmentirlo y para crear de paso una mínima y soberbia obra de arte. Que ha sobrevivido incluso a Checoslovaquia, partida por la mitad quince años más tarde, y a la República Federal, que, inversamente, se multiplicó por dos.
Ya se sabe que, en los periodos de entreguerras o descanso del partido, Alemania suele ganar.
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