Las cosas que redactaban, publicaban y leían los contemporáneos de Galdós y de Confusio o Santiuste. La Crónica del viaje de Sus Majestades y Altezas Reales a las islas Baleares, Cataluña y Aragón en 1860. Escrito de órden de S. M. la Reina por don Antonio Flores (Madrid, Rivadeneyra, 1861) alcanzó en 1862 su tercera edición. Otro efímero best seller.
Rememora en su libro Flores la visita que la comitiva de Isabel II hizo al castillo zaragozano de la Aljafería. Al mostrarles un calabozo, el cicerone les aseguró que aquella celda había albergado a Manrique, protagonista de El trovador (1833), drama romántico de Antonio García Gutiérrez. Este, en efecto, allí había situado la prisión de su personaje ficticio. Y tal había sido el éxito del drama, que las buenas gentes dieron en llamar del Trovador a la torre en que se hallaba la susodicha celda.
Recuérdese el sentir de Aristóteles: mientras los historiadores cuentan lo que pasó, cantan los poetas lo que pudo haber pasado. Antonio Flores, al fin y al cabo un cronista, anota al punto que inicialmente tuvo la intención de desmentir al guía, pero que no lo hizo por discreción ante los soberanos. Fue otro leedor historicista —figura siempre inoportuna—, Joaquín de Entrambasaguas, comentando el suceso en la primera serie de su Miscelánea erudita (Madrid, 1957), quien entró al quite y, ya sin la presencia real, negó la real (histórica) estancia de Manrique en ese castillo ni en ningún otro: «Es de temer que todavía perdure la leyenda, como un mérito más de García Gutiérrez, que así infundió vida a una criatura de su imaginación».
Con este timorato historicismo (¿por qué Es de temer?) se ha construido la ficción de que el arte imita a la vida. Los niños preguntan —me parece— a sus padres si don Quijote y Sancho existieron en verdad. Pues claro que sí: ¿O es que un libro no es real? ¿Y no seguimos creyendo, como tiernos infantes, en los Reyes Magos y después en los horóscopos, en los cien años de honradez, en las idas y venidas de vírgenes y mártires, en El Niño y la primitiva, en bajadas y subidas de dioses y héroes, en lo que dice el Telediario o sale en Internet y en el director de la agencia de nuestro Banco de toda la vida?
En su ensayo «Adán en el Paraíso» (1910), excelente reflexión sobre las relaciones entre ficción artística y naturaleza, asienta Ortega que el «Arte no es copia de cosas, sino creación de formas». A la luz de los casos que se han ido revisando en esta serie VI de Literaventuras, y de otros muchos que atesora nuestra memoria, propongo intentar no otra Historia de la literatura, cosa ya muy vista —siquiera por el forro— y fotocopiada, sino una Literatura de la historia.
Lo dicho. Una Literatura de la historia será una disciplina —o al menos una obra atractiva y fascinante, según su soñada contracubierta— que dará cuenta de una dispar y sin par casuística, pues que las palabras pautadas o la literatura inciden de continuo en la vida, generando formas en nuestro comportamiento y nuestras creencias. No es de dudar que las conclusiones de esa Literatura de la historia nos dejarían realmente (o ficticiamente o estéticamente) tan sorprendidos como satisfechos.
Y a salvo del historicismo.
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