Cervantes dio en su discurrir narrativo con dos canes que hablaban. En su Novela y coloquio que pasó entre Cipión y Berganza, perros del Hospital de la Resurrección… (1613), Berganza va relatando su vida a Cipión, que a veces, cuando su compañero se anda por las ramas, interrumpe el cuento: «y por tu vida, que calles ya y sigas tu historia».
De sobra sabe Berganza que ese calles se refiere a la paja —con perdón— ajena a lo narrativo que acaba de meter —disculpas— dentro del limpio relato. Pero no pierde la ocasión de explotar la contradicción aparente en que ha incurrido Cipión: «¿Cómo la tengo de seguir si callo?»:
CIPIÓN: Quiero decir que la sigas de golpe, sin que la hagas que parezca pulpo, según la vas añadiendo colas.
BERGANZA: Habla con propiedad: que no se llaman colas las del pulpo.
Según el laísta Cipión, Berganza va construyendo un relato pulpo, con demasiadas colas. Que se enrolla una barbaridad y no va al grano narrativo, vamos. Pero si fuera por Cipión, o por Cervantes, no nos enteraríamos de cómo se llamaban las del pulpo a la altura de 1613, si es que no colas.
Hoy les decimos patas y, hablando «con propiedad», tentáculos: «Los individuos de la especie común en los mares de España, apenas tienen un metro de extremo a extremo de los tentáculos», informa solícito el Diccionario actual (22ª edición) de la Academia, sub voce pulpo. Por lo demás, en esa entrada del DRAE figura la expresión Poner a alguien como un pulpo y el curioso huevo de pulpo, que quiere decir, s. v. huevo, liebre de mar, que, s. v. liebre, designa a otro molusco con «cuatro tentáculos cefálicos», dos de los cuales «son grandes, parecidos a las orejas del mamífero, de donde le viene el nombre». Una excursión lexicográfica submarina, que ahora —con las nuevas tecnologías es que estamos todo el santo día sentados— se resuelve en dos clics. Y, desde luego, este huevo de pulpo o liebre de mar es otro capricho de la naturaleza, quizá no menor que el portento —cervantino— de dos perros que hablan.
Cierto que pata, ‘pie y pierna de los animales’, es menos preciso que tentáculo, ‘apéndice móvil y blando de muchos animales invertebrados, con función táctil’; pero, aunque por el Diccionario no lo parezca, cuando uno va al mercado a por un pulpo, se guardará de llamar tentáculos a lo que todo el mundo —y el pescadero el primero— dice patas. Por no dárselas… O por que no se la den. De donde se deriva que no siempre conviene la precisión. O que pasar socialmente desapercibido, o no dar el cante, ocupa un puesto jerárquicamente superior a manejar la lengua —perdón— con propiedad.
En todo caso, aún no sabemos por qué Berganza reacciona cuando Cipión llama cola al tentáculo del pulpo. Si eso era un decir impropio, a principios del siglo XVII ¿con qué palabra se designaba al menos coloquialmente al tentáculo? Cambiemos de diccionario: vayamos a la primera edición del académico, el conocido como Autoridades, ahora de consulta sencilla y virtual en el Nuevo tesoro lexicográfico de la lengua española. Por aquí nos enteramos de que pulpo era el «pescado de mar que tiene ocho brazos o piernas gruesas […]». Como pierna designaba tanto a la humana como a la de los demás animales, y brazo más o menos igual, es evidente que cola es sinónimo, en el pasaje cervantino, de pierna o brazo, pero esto no explica el comentario de Berganza. Busquemos cola en el Autoridades: «La extremidad que los más de los animales, aves y peces tienen en el cuerpo, unos más larga y otros más corta». Bueno... La cosa cambia cuando descubrimos que había otro sinónimo de cola que se aplicaba al pulpo. Era rabo: «Lo mismo que cola. Úsase con más restricción de esta voz, aplicándola particularmente a la de algunos animales», según muestra la frase de La pícara Justina (1605) que autoriza este uso: «Somos como rabos de pulpo, que quien más le azota, le come mejor sazonado». Tal la palabra que Cipión había evitado: colas de pulpo era dicción más impropia, como juzgaba Berganza, que rabos de pulpo, que así se ocultaba con un eufemismo.
Pero ¿por qué rehuir la voz rabo? Cipión tacha de «error» el no considerar «torpedad ni vicio nombrar las cosas por sus propios nombres» cuando estos provoquen «asquerosidad». Y por eso prefiere mencionar esas cosas «por circunloquios y rodeos que templen la asquerosidad que causa el oírlas por sus mismos nombres. Las honestas palabras dan indicio de la honestidad del que las pronuncia o las escribe». O sea: rabo no era una voz honesta porque atraía la idea, presente también en el Autoridades, de «cualquier cosa que cuelga por la parte posterior», expresión en sí misma un no sé qué de despreciativa. No hará falta señalar lo que también significa hoy rabo, aunque se refiera a la parte anterior, pero sí que a principios del XVII rabo quería decir ‘culo’. A Cervantes le salieron unos perros algo ñoños.
No menos que el Diccionario académico actual, que, cual Neocipión, no recoge la expresión Ser un pulpo. Será que está emparentada con el doble sentido sexual de las que he ido usando y marcando a lo largo de este post para guía de lectores avisados.
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