Tantos años después, sonriente y serena lo había acariciado ella dentro de su sueño. Al despertarse descubrió que seguía enamorado. Se apresuró sin esperanza a buscarla en su taller. En efecto, no: contemplar la copia de aquel extraño cuadro, que tan secreta un siglo había ocultado (con el paréntesis de ya polvorienta sábana) no lo consoló de lo imposible. Avivaba, sí, rescoldos de recuerdos. De aquella mañana.
Aquella mañana... Mientras el extravagante artista, a quien algunos consideraban ingeniero e incluso mago, mimaba sus pinturas en el mortero, ella comenzó a sonreír serena o enigmáticamente. Es que se sorprendió ensimismada en el collar de las cada vez más frecuentes pausas con que ambos solían romper el cansino posado, una artificiosa quietud que resultaba inevitable para complacer a Zanobi, deseoso de poseer aquel retrato de su esposa que, hacía ya tantos meses, encargara al pintor. O mago o ingeniero. El cuadro iba brotando muy lento desde el lienzo, mucho más despacio de lo que el amor venal por Zanobi se desdibujaba en la imaginación o la memoria de ella. A su marido le importaba apenas nada distinguir siquiera algo entre los artistas y los ingenieros que contrataba por igual, con la despreocupación y la displicencia de los magnates y los grandes mercaderes, señores de todas las medidas, que amasaban sus riquezas sin cuento con la vana pretensión de que les hicieran distinguirse y perdurar en linajes de palacios, de poemas, de pinturas que colmaran un vacío disfrazado de números sin nervio ni ritmo.
Qué distinta, en cambio, la atmósfera de sus inacabables conversaciones con aquel extraño pintor e imaginativo ingeniero, conversaciones que, en aleteo de aves felices, se alzaban sobre el mar de los relojes y abolían el círculo de las horas. Aquel raro artista y concienzudo ingeniero, qué palabras no le hubiera dicho ya a la sonriente, a su modelo para un lienzo que prometía no acabarse nunca, vocablos sobre la belleza certera y veloz de la matemática, en torno a la compleja y lenta maraviglia de la botánica, acerca de las alegres y vastas vías invisibles que atesoraba el silencioso conocimiento del pájaro; qué susurros no le hubiera sugerido sobre los secretos más recónditos de la música infinita y el aéreo reto de la celestial astronomía; qué tesoros no le hubiera concedido ya sobre las rectas, las curvas y las triangulares geometrías que daban sentido al amor… Y qué de juegos no habrían arriesgado juntos hasta entonces, juegos que apenas vislumbraran ni él ni ella, al fin una mujer serena, inteligente, culta de Florencia, en sus elegantes lecturas de Ovidio y de Boccaccio.
Siguió sonriendo enigmáticamente. El pintor, que había acabado de moler y mezclar sus materiales según fórmulas que acostumbraba a escribir de derecha a izquierda, en uno de los múltiples caprichos que sin descanso concebía para desafiar al tenaz aburrimiento, regresaba con calma a la estancia alumbrada por aquella mañana de plenitud. Ella se dijo que al menos los amores imposibles son los que no se desgastan con el fatal roce de las mareas y los minerales, los que ni siquiera destruye el monótono y previsible giro de los planetas, y que el palpitar de aquellos amores inmunes a la física —aunque no a esas formas inefables de la inercia que fuesen la cobardía, el acomodo y la conveniencia—, no podría medirse nunca en meses ni en lustros, pues que se salvaría de las embestidas del tiempo y del olvido.
Siguió sonriendo con el gesto preciso del triunfo.
Sonriéndole: el artista, mago o ingeniero de todas las pulsiones, se detuvo admirado. Le acababa de ser revelado que ni uno solo de sus numerosos y temerarios proyectos, ninguno de sus imaginativos bocetos de máquinas, plantas y anatomías, iba a resistir el tenaz sucederse de vastas generaciones de técnicos y hombres de ciencia; sin embargo, aquella mujer sonriendo, aquel instante inédito e irrepetible, fugaz e irrelevante para la altiva y heroica historia, ningún artista podría superarlo jamás si sus ojos de pintor ambiguo y puntilloso, e ingeniero eficaz y poeta, pudieran aprehenderlo con la maestría del ars de la sensación y de la magia, y si su mano hallara, de inmediato y para siempre, la fuerza capaz de resistir aquel desconocido temblor que amenazaba con amedrentarlo. Fue entonces cuando tomó su pincel y cuando, venciendo el vértigo de las violetas, acertó a trazar, más allá de la mecánica y sus prisiones, esa sonrisa que andaba buscando desde hacía milenios.
Durante el resto de aquella mañana de plenitud, febrilmente enmudecido y soberbiamente sumiso, Leonardo no se atrevió a dar nuevas instrucciones, sobre la pose que debía adoptar, a Monna Lisa.
Serenísima señora de Zanobi Giocondo.
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