sábado, 13 de abril de 2013

III, 27. Dueñas pequeñas

Pudiera ser, vengo diciendo, que el pueblo fuera mucho de cantar por primavera. Pudiera ser, incluso, que alguien, alguna vez, con un mínimo de rigor explicara a qué responde el manoseado, deficiente o estrambótico concepto de pueblo. En todo caso, el canto popular, brotando de la voz de los que no escriben, ha sido de siempre y de suyo aprovechado por los poetas cultos, que es como se llama a los cantores que firman sus composiciones.
No sé, un Juan Ruiz, por ejemplo. Cuando transitaba por el motivo de la mujer pequeña y deseable, allá por la estrofa 1607 de su Libro del Arcipreste de Hita, atendía a esa fusión de lo culto y lo popular: «es en la dueña pequeña amor grande e non de poco; / dueñas di grandes por chicas, por grandes chicas non troco». Más o menos como algo después —apenas unos siglos— Luis Eduardo Aute. Recuerdo haber presenciado, durante un concierto suyo, la que al Aute le liaron unas señoras feministas cuando proponía en Una de dos, y si pudiera ser, cambiar (trocar, había dicho Juan Ruiz) a la mujer disputada de su canción por dos de quince… Vamos, culta referencia a la popular la niña bonita; y partícipe aquí el leído Aute del Espíritu de nuestro festivo Arcipreste, tan escasamente recordado por las tales damas feministas: «dueñas di grandes por chicas».
(Aquellos años 90 de la postmovida madrileña, en que éramos felices porque, prefiriendo a la teología de la liberación el librarnos de la teología, aún no mandaban los clérigos y las clérigas de lo políticamente correcto: la siguiente teología con que la Historia o Providencia vino a agraciarnos.)
Mujer libre hubo de ser Luisa Sigea, humanista española de cuando el XVI, a cuya muerte enderezó el poeta —bastante flojo, por cierto— Pedro Laínez una Elegía que denomina a la fallecida «Décima del Parnaso habitadora». La décima musa, título que también recibieron Safo —sobre la que tendré más cosas que decir—, sor Juana Inés de la Cruz, ¿y van...? Pues bien, Nicolas Chorier escribirá con los años un diálogo erótico, Sátira de Luisa Sigea (Lyon, 1669), que atribuirá a esta humanista. Y en cuya parte VII, «Pequeñas historias», se encuentra otro elogio de la dueña chica: «si pudiese escoger —dijo Alfonso— preferiría en una mujer la pequeña talla y no la grande, preferiría el laurel en vez del pino». La razón de tal preferencia se expone al poco: «las mujeres de corta estatura tienen mala reputación; dicen que en las mujeres pequeñas hay algo que no es para nada pequeño».
¡Ah, vamos, era eso! Tengo entonces que levantarme a revisar la Floresta de poesías eróticas del Siglo de Oro (Madrid, 1975), recopilada por Alzieu, Jammes y Lissorgues. En su poema 95 topamos con un anónimo del XVI que va glosando un texto similar, que también pertenece al que habrá que bautizar como Secular Espíritu de la Mujer Pequeña:

De las damas para el gusto,
para el contento y sabor,
la chiquita es la mejor.

Para la amorosa llama
la chica es una centella,
que suele el hombre tenella
y no hallarla en la cama,
y con esto más se inflama
el más cobarde de amor:
la chiquita es la mejor.

Otros poetas cultos, tan interesados por el canto popular como por lo erótico, han comulgado con tal Espíritu. Entre burlas, Quevedo, en su canción A una mujer pequeña, cuyos versos 31-36 dictan:

Para un juego de títeres sois dama,
que no para la cama,
pues una vez que la merced me hicisteis,
cuando menos, pensaba que os perdisteis;
y dos horas después, envuelta en risa,
en un pliegue os hallé de la camisa.

¿Y Lope de Vega? Recuerda en La prudente venganza a aquel hidalgo que, casado con una dama que disimulaba su estatura con altos chapines, descubrió la noche de bodas (espacio y tiempo recurrentes en el ámbito erótico-folklórico) la verdad de la envergadura de la novia, y «le pareció que le habían engañado en la mitad del justo precio».
A la luz de tales textos se explica uno la amenaza del coro griego de golondrinas: si estas se llevan a su diminuta esposa, el rondado perderá el más preciado bien, tanto en la cama —donde afirma el Arcipreste, contra Quevedo y el hidalgo lopesco, que las mujeres pequeñas son «plazenteras e rientes» (estrofa 1609)—, como en la casa, donde son «cuerdas, donosas, sosegadas, bienfazientes». Por eso concluye el sabio y jocoso Juan Ruiz: «de las mujeres, la mejor es la menor» (estrofa 1617). Sirviendo pues de involuntaria glosa al viejo poema griego, el Arcipreste viene a desvelar que la amenaza de las golondrinas es muy grave: la ausencia de la mujer pequeña implicará la soledad y el hastío; y, con ellos, el año amargo y el tiempo de tristeza. Al rondado le conviene ser generoso.
Hacer, como se dice ahora, una inversión de futuro.

1 comentario:

  1. José María P.H.15 de abril de 2013, 2:30

    Mi abuela, aficionada a refranes, dichos y chascarrillos; cuando veía a muchachas de corta estatura, talle fino, arregladitas y pizpiretas, sonreía socarrona y nos decía: Mujer menudita, siempre pollita.

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