Mucho antes de Pirandello o Unamuno, el Autor como personaje. Ya hemos visto que en el mamotreto (o capítulo) XVII del Retrato de la Lozana andaluza, del clérigo Francisco Delicado, Rampín, criado de la protagonista, cuenta al Autor el diálogo mantenido por Lozana y una mujer lombarda. Allí se documenta perrica con el significado de ‘pene’, de acuerdo con el encriptado código sexual eufemístico. Concluíamos que en aquella escena Lozana fijaba la vista en el bulto de Rampín; una prueba, o sea, de lo que en el mamotreto XLII discurrirá el Autor mientras piensa precisamente en Lozana: «siempre oí decir que los ojos de las mujeres se hicieron de la bragueta del hombre, porque siempre miran allí» (ed. Sepúlveda, p. 234).
Confirman la existencia del signo perro, ‘pene’ otras recurrencias de La Lozana andaluza: «Eso es porque no hay pastor ni perro que se lo defienda», responde el Comendador cuando Lozana le dice que Rampín «come» «lo que come el lobo», es decir, «carne» (XXVII, p. 188); «La parida no tiene pezones, como no parió jamás, y es menester ponelle, para que le salgan, este perrico y negociar, por amor del padre» (XXIV, p. 178); «Jaboná estos perricos» (XVIII, p. 153), indica la Vieja remedando las órdenes que dan las señoras insoportables a sus criadas, en un pasaje ambivalente que menciona asimismo el «quieren que hiléis para ellas», con un hilar que era otro signo encriptado. Y cuando Lozana se refiere a una de las meretrices a las que remedia con su farmacopea y arregla con sus cosméticos, afirma, con juego de palabras: «yo quiero ir aquí, a casa de una mi perroquiana» (XXXIII, p. 205). Pues que la prostituta es integrante (o miembro) de la perroquia de Lozana: la parroquia de los perros.
El peculiar significado sexual de perro se advierte bien en el mamotreto L. Como su autor Delicado (o el Autor), Trujillo llega a Roma para hacerse clérigo. Y consigue atraer a Lozana hacia su casa, haciéndole creer que está enfermo y necesita de sus curas. El muy truhán espera y acecha en la cama:
trujillo: Señora, alléguese acá y contalle he mi mal.
lozana: Diga, señor, y en lo que dijere veré su mal, aunque debe ser luengo.
trujillo: Señora, más es ancho que luengo […] para despachar mi mercadancía quiero ponella en vuestras manos […] habéis de saber que tengo lo mío tamaño, y después que venistes, se me ha largado dos o tres dedos.
lozana: ¡En boca de un perro! […]
trujillo: Señora […]: meté la mano y veréis si hay remedio.
lozana: ¡Ay, triste! De verdad tenéis esto malo, ¡y cómo está valiente!
trujillo: Señora, yo he oído que tenéis vos muy lindo lo vuestro y quiérelo ver por sanar.
lozana: […] Señor, si con vello entendéis sanar, veislo aquí […].
trujillo: […] Lléguese vuestra merced acá, que se vean bien, porque el mío es tuerto y se despereza (ed. Sepúlveda, pp. 255-256).
En el siguiente mamotreto, «se fue la Lozana corrida» y prometiéndose a sí misma: «Nunca más perro a molino» (LI, p. 257). Resulta que correrse significaba tanto lo que hoy —de hecho, Trujillo y Lozana acaban de practicar un coito—, como ‘avergonzarse’. Que es como sale la experimentada Lozana: con vergüenza, porque se ha dejado engañar por Trujillo, que no le ha pagado sus servicios. Por eso el conjuro de Lozana: «Nunca más perro a molino». Es que constituía el molino un espacio eufemístico para simbolizar el acto sexual, con su trigo, su piedra de amolar y su pan… Sí, frases coloquiales nuestras de sentido sexual —a mi parecer aún vigentes—, como Pasar por la piedra o ¡Esas manos, que van al pan!, enlazan, a través del túnel del tiempo que es el idioma, con la promesa de la corrida Lozana. O con refranes generados en aquella otra época de experiencia rural: «Tanto va el perro al molino, que deja el rabo en el camino»; «Muchos perros lamen el molino, y mal para el que hallan» (Martínez Kleiser, Refranero general, núms. 5724 y 23953).
El perro lamiendo. Esta es otra historia conexa —y bien que explicativa de cierta tradición de pinturas de mujer con can— que merecerá un post aparte.
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