En el periódico que en su día se subtituló «Diario independiente de la mañana», seguramente por no ser de la mañana de la que en concreto dependía, Rodrigo Casteleiro firmaba no ha mucho cierta quisicosa: «El Telediario de TVE recomienda rezar a los parados para reducir la ansiedad» (El País, 8-5-2013). Titular equívoco por dos razones. La primera, sintáctica: a no ser que los parados hayan sido canonizados —tarea se supone que futura para la apellidada hoy, por la propaganda vaticana de Francisco, «Iglesia de los pobres»—, el periodista debería haber escrito que «recomienda a los parados rezar». La segunda razón es de mala interpretación. O, por hablar con propiedad más ajustada al caso, de mala hostia.
Es que el verbo recomendar resultará exagerado a quien revise el vídeo del Telediario 2 aludido (TVE, 7-5-2013). A partir del minuto 51:30. Ya puesto, Casteleiro podría haber escrito: «El Telediario de TVE conmina a los parados a rezar». Pero no quiero tratar sobre los problemas que este señor sufre para domeñar su sintaxis, ni su previsible modo de adaptar los límites de la interpretación a los requerimientos siempre independientes de la empresa de negocios e intereses informativos que le abona mensual nómina. Asuntos serán estos, no lo dudo, de sosegada reflexión y concienzudo estudio para las Facultades de Comunicación.
En una de ellas conocí a mi buena amiga Elena Ballestero. Por aquellos tiempos nos dedicábamos ella, sus compañeros de promoción y el que suscribe a tratar cuestiones semejantes. Las estructuras lingüísticas, los mecanismos mentales y los mandatos sociales e ideológicos que fuerzan a decir a los mensajes lo que el intérprete de turno pretende que digan. Ensayábamos así, en el laboratorio que pudiera ser toda aula —me parece— el juego del holandés errante. Recuerdo estas cosas porque hace unos días, a través del mercurial Facebook, Elena me proporcionó las pistas ya citadas para preparar este post.
Que va por ti.
Martes 7 de mayo del 2013. Marcos López y Marta Jaumandreu llevan casi una hora presentando bipartitamente el parte, como un dios Jano machihembrado que no para de largar. Con rigor e independencia, eso sí. Luego vendrán los mapas del tiempo, sus cansinos tópicos de nubes, marejadillas, ciencia predictiva y anticiclones de las Azores. Tras el puntual relato de los truenos de Júpiter y los caprichos oceánicos de Neptuno, aguardará el azar de los sorteos en directo y sus prometidos cuernos de la abundancia. Repartiendo suerte, la descomunal ceguera de Dios.
Desde que no echan anuncios en TVE, las telehomilías noticiosas se han alargado una barbaridad. Marcos y Marta, después de casi una hora, parecen exhaustos. Eso que él procede de la sección de Deportes; pero con tanto sedentarismo diario, o telediario, ha debido de perder forma. Y hete aquí que, de pronto —estas cosas suelen producirse como en un arrebato o en un repente—, el relleno de la revelación. Los parados van últimamente mucho a la parroquia, y venga de poner velas. A san Expedito, el santo de guardia en urgencias terrenales. Qué apropiadamente bautiza el santoral. Siglos de prueba y error habrán sido.
Marcos López, a pique de transfigurarse en san Marcos, pronuncia las palabras iniciales de su evangelio catódico: «Cada vez hay más católicos que compran velas para encomendarse a los santos. Y por eso las cererías son uno de los negocios que resisten, y muy bien, la crisis». Arrobado, dirige su mirada hacia Marta Jaumandreu, quien, resucitando del muermo del interminable y cursi teleplás, da el toque científico, o neomitológico, a la buena nueva: «Y es que, según los psicólogos, puede ayudar a calmar la ansiedad». ¡Ah, los autorizados expertos!
Luego, el publirreportaje. A la sazón editado en tres actos. Que las cosas hay que hacerlas como Dios manda y por su orden. Al principio, los fieles, encabezados por un feligrés con pendiente en la oreja. Al día, vamos. A los pies de san Expedito, tan quieto, velas prendidas, la suave danza de las llamitas, rostros relajados, humo reconfortante. Que entras a una iglesia y te pareciera que es local donde aún permiten fumar.
En el segundo acto, el experto. Un psicólogo argentino. No, el Papa no. Otro del gremio. El científico lo explica la mar de bien: «la ceremonia de poner una vela, hincar la rodilla o hacer una plegaria tiene un efecto retroactivo». Ecléctico el sacerdote del saber: hasta plegaria, es como que la frase (digo, la oración) procediera del Catecismo; desde tiene, el enunciado es purita ciencia. No hay mortal que lo entienda. Pero es palabra de doctor.
El tercer acto enlaza con los anteriores de modo muy claro: «Toda acción tiene sus consecuencias». Ya saben: planteamiento, nudo y desenlace. Puro argumento de comedia aristotélica. Una feliz empleada de cerería explica que las ventas se han doblado. Destaca entre el venturoso catálogo de productos de fe pirotécnica una casita de cera donde mora apacible un santo mínimo. Abierto a la participación del espectador del Telediario, el testimonio de la abnegada dependienta pudiera sugerir que acólitos y católicos van a pegarle fuego a la marfileña casita, con santo y todo dentro, como forma suprema de conjurar abusivas hipotecas. Es lo que tiene aplicar al teatro clásico aristotélico las contribuciones del experimental.
Aunque fuera por la cosa de rellenar el interminable telediario de aquel día, de todos los días, la noticia es de las que animan. No me digan que no. La alicaída I+D+i española cuenta ahora con revelada salida, inesperada o inexplorada: las plurales formas de las velas eclesiásticas son inescrutables, lo que ofrece virginal campo de investigación aplicada, no exento de notables efectos económicos. ¿Y qué decir de quienes ardan en su vocación de generar empleo y nichos de mercado? Sí, los emprendedores, que ahora les dicen así. Pues que prender velas divinas no es tarea ajena al emprendimiento: oficios como el de auxiliar de cerillas sacras, gestor de tareas de limpieza de cera fundida, verificador de altura de llamita, están ahí, esperando a ser implementados.
Enfocadas estas cuestiones con el jovial optimismo que transmiten san Marcos, santa Marta y su teatrillo de imágenes, absténganse los pesimistas y aguafiestas de sostener que, en estos tiempos de zozobra, no hay más cera que la que arde.
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