Subterráneos
históricos permitían a Francesillo de Zúñiga ir del futuro al pasado y
viceversa, haciendo fugaz escala en el presente. También simultanear escenas.
No es que se desdoblase durante excursión astral u otras zarandajas de
budistas aficionados. Es que viajaba en un visto y no visto desde Al Andalus
hasta el Reino de León. Y viceversa. Los subterráneos del tiempo no sabían de
fronteras geográficas ni políticas o ficticias, que hasta allí abajo no se
prolongaban, de modo y manera que aquellos hechos diferenciales de las taifas y
los reinos medievales, de las regiones y los cantones modernos, de las
autonomías postmodernas, quedaban abolidos en un pispás pancrónico. El de
Zúñiga y sus acompañantes, no sé qué decirte, Buñuel, Larra y Dalí, o tocayos
como Umbral, Quevedo y Goya, quedaban, por su mucho trasvase subterráneo, a salvo
de toda aquella catetada solo en apariencia diferencial: lo mismo te bailaban
una muñeira que una sevillana; otrosí, una jota, un chotis o una sardana. A los acordes de una
banda de txistularis.
Quiero
decir —apuntaba uno de los narradores de esta crónica no menos verídica que esperpéntica—
que Francesillo de Zúñiga se entrevistaba con un secretario provincial a orillas del Betis, y no por
eso dejaba de asistir, hasta el final, a la conferencia leonina y leonesa de Lima Ferrer. Entrenándose
previamente como profesor de Estética y Filosofía en el Bachillerato Unificado pero
Polivalente, y más tarde en las inverosímiles aulas de la conocida
despectivamente como ESO, etapas sucesivas de la instrucción ideada por aquel
generador de hilarante jerga en que consistía el Ministerio de Experimentación
Pedagógica con Gaseosa y Ciencia, Máximo Lima Ferrer había alcanzado las más
altas cumbres del conocimiento, en el bien entendido supuesto de que, en tiempos
confusos y tirando a poco heroicos, aquello resultaba ya solo hacedero si uno se
desempeñaba como pastor o cuidador de Recursos Humanos.
Su head hunter de cabecera se le había
aparecido en una convención de ventas de incierta compañía multinacional y
multitareas, Selva Inc. Contaba Francesillo de Zúñiga, que pasaba por allí
porque estaba a todas, que el cobrador de cabezas, del que dijesen las malas
lenguas que en los desayunos de trabajo se desempeñaba con su poquitín de caníbal,
había solicitado que «le trajesen para hablar con él en negocios a don
Berenguel Domo, señor de las lonjas valencianas, y a setecientos negociantes». Entre
tales comerciales allí que había marchado Lima Ferrer. Muy pronto el head hunter, que cazaba talentos y los
compra-vendía al peso, filantrópica comisión mediante, le apalabró una interview con un product manager, primo hermano de un CEO. Los dos se entendieron a la perfección, ¿vale?, «fuele respondido por Su Señoría, el delegado del consejero
delegado», en su mutuo y autista diálogo de sordos, ascolti.
Lima
Ferrer, antiguo profesor de Estética y Filosofía, encauzaba entonces su
conferencia autobiográfica hacia el mismísimo núcleo: «Para construir una cabal
idea del contexto funcional-pragmático-comunicativo que apoye el aserto
precedente y, kantianamente, permita al docto auditorio, ascolti, recorrer la abstracta línea que desde el noúmeno llega a
revelar el fenómeno de tan revelador encuentro, servirá el hecho de que ambos
compartíamos la curiosa y curricular experiencia de haber colaborado previamente
en el naufragio y hundimiento de algunas empresas. Amén de que nos hermanaba una
completísima carencia de escrúpulos. Y que sabemos largar lo nuestro en inglés,
of course. Rasgos del verdadero liderazgo
que nos permite implementar una gobernanza con visión estratégica, y razones
más que suficientes para explicar el que los siempre perspicaces head hunters de la famiglia nostra siguieran confiando en las multitareas que diseñamos
con aclaratorios PowerPoints. Con el cierre de ejercicio, todo hay que decirlo,
ascolti, les abonábamos recompensadoras
stock options».
Habían pillado
aquellas gentes un globo del copón. Consecuentemente globalizados, hicieron
realidad neoliberal la utopía bakuniana de un mundo sin patrias ni controles estatales,
en un conglomerado de corporaciones multinacionales que tenían una misión,
según expresaba el mismo introito de sus diferenciadores planes estratégicos.
Como que hay dioses, rezaban antes de sus reuniones el Padrenuestro: «In God we trust, etc.». De
donde derivaba, en etimología de birlibirloque, que es de lo que se trataba, un
trust, engendrado en un previo holding. El desvelado capitalismo
cuidaba luego de las almas descarriadas, a las que guiaba invirtiendo en
pedagógicos mass media y benéficos
partidos de todas las tendencias: no quedaba más remedio, en el cementerio global,
que cubrir cualquier nicho de mercado.
Las
compañías más emprendedoras organizaban de día maratones de rebajas para
matarse; las más innovadoras convocaban de noche a zombis de guardia, vampiros
y otras especies de murciélagos, superhéroes friquis que no descansan, ninis madrugadores.
Les iban colocando iphones en
primicia y otra cacharrería. Justipreciando con una pastizara gansa a los
inventores de aquel mercadillo que cubría toda necesidad sobrevenida, el
capitalismo amamantaba con altas dosis de irresponsabilidad a sus gestores, que
tenían más peligro que un mono con dos
cuchillas, que decimos en Carabanchel. En justa reciprocidad, estos lo
ponían al borde del precipicio con crisis de codicia que veloces se sucedían en
ciclos cada vez más cortos. Realizada la utopía libertaria, empeñados
estaban los inquietos gestores en lograr el objetivo estratégico de conquistar la
marxiana.
Ah, sus
gestores. La gran amenaza para el capitalismo.
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