La nibola, una
nivola de bufón, había asentado
Francesillo de Azcoitia. Enseguida recordó José María, que era un memorión, que
a Unamuno se le había puesto en los mismísimos llamar nivola a Niebla: «mi
diabólica invención de la nivola». Después
los historiadores de la literatura, en su mucho repetir sin pensar, que es que no les
da tiempo, habían pegado la etiqueta en sus manuales. ¡Ah, los historiadores! Los
había que se comportaban como reponedores de supermercado. Revisaban las
páginas preceptivas y clasificatorias, cual estanterías de los productos narrativos,
y comprobaban que el género estuviera justo en su sitio: novela griega, novela
de caballerías, novela pastoril, novela picaresca, novela cortesana, novela
realista… Y nivola unamuniana. Ahí, serios y cabales, en plan mecánico o académico,
reponiendo género. Literario.
Y
olvidándose de la temporalidad. «Esta ocurrencia de llamarla nivola», confesaba Unamuno, «fue otra ingenua zorrería para intrigar a los críticos». La falta de
entrenamiento: para una vez que habló en broma, historiadores y críticos se lo
tomaron en serio. A Unamuno. Tiene un pase: excepto Ortega y otras minorías,
toda España se había tomado en serio a Unamuno. Ocurre cuando no se lee con
detenimiento. Que luego acaba uno arrepintiéndose. Por dar ejemplo, Unamuno había sido anarquista,
nacionalista vasco, liberal, nacionalista español, socialista. Sucesivamente unas
veces; simultáneamente otras. No se paraba en barras: los de Bilbao somos
así, oyes. Un tipo de ingenio, Unamuno,
que tenía la cabeza hecha un lío del
copón, que decimos en los Carabancheles. El padre de la cultura española
del siglo XX. Se explicaba pero que requetebién cómo había andado el
tal siglo.
En su
mucho recorrer subterráneos temporales, los dos Francesillos cayeron, allá
por 1914, dentro del capítulo XVII de Niebla.
El de Azcoitia relató a José María P. H. la conversación que sostuvieron con Augusto
Pérez y Víctor Goti. Este les habló de la novela que preparaba, donde quería «meter
todo lo que se me ocurra, sea como fuere». «Pues acabará no siendo novela», le objetó
Augusto. «No, será… será… nivola»,
improvisó Víctor, que después dudó: «¿cómo dije?, navilo… nebulo, no, no, nivola». La cosa esta del tembleque unamuniano. Habiendo ya cogido carrerilla y hecho un hombretón teorético, contó Víctor a los tres la anécdota de «Manuel Machado, el poeta,
el hermano de Antonio», que leyó «un soneto que estaba en alejandrinos o en no
sé qué otra forma hetedoroxa», y alguien le soltó: «Pero ¡eso no es soneto!...».
«No, señor —le contestó Machado—, no es soneto, sino sonite». Mira tú por dónde. El hermano de Antonio, Manolo, poetazo
maldito, había inspirado el término nivola.
Lo que es leerse un texto hasta su final.
«Mi
novela no tiene argumento, o, mejor dicho, será el que vaya saliendo. El
argumento se hace él solo», pues «voy a escribirla como se vive, sin saber lo
que vendrá». Concordando Francesillo de Zúñiga solo a medias con este precepto
de Víctor, le advirtió que en las nibolas, o nivolas de bufones, lo importante
era precisamente saber lo que vendrá. Que había que escribir desde la perspectiva
del futuro, en el bien entendido supuesto de que el tiempo viene siendo todo
pasado. Y añadió: «Una nibola es como la bola de cristal de una echadora de
cartas». Víctor Goti pasó por alto la impertinencia: «Mis personajes se irán
haciendo según obren y hablen». Y antes de que le volvieran a interrumpir,
sentenció: «La cosa es que los personajes hablen, que hablen mucho, aunque no
digan nada». Francesillo de Azcoitia no vio problema: «En una nibola, los
personajes proceden de La Casta política, empresarial y mediática, así que son personajes
públicos, esquineros de la vida. Hablan y hablan, sin nunca decir nada. Dentro
de un siglo, incluso, no se pensará que hablan, sino que venden: proyectos, participaciones preferentes, ilusiones, la Marca España, humo, la independencia del burrillo cuatribarrado… En una nibola, en suma, los personajes no dan
ni bola, pero saben esconder la bolita y vivir de tocarse las bolas».
Víctor
Goti quería que los dos bufones le dejaran terminar: «Y sobre todo que parezca
que el autor no dice las cosas por sí». «Eso está hecho —replicó el de Azcoitia—.
En una nibola se juntan mogollón de narradores, casi tantos como personajes. Hasta
un tipo de Carabanchel, no sé si del Alto o del Bajo. No se advertirá quién
cuenta lo que viene sucediendo, ni siquiera si sucede». Y chapó así su intervención:
«Darle todo mascado al lector es irresponsable acto de artística demagogia».
Mientras
seguían paseando por la calle, José María citó de memoria la «Historia de Niebla», con la que Unamuno quiso
explicar que «de una novela, como de una epopeya o de un drama, se hace un
plano; pero luego la novela, la epopeya o el drama se imponen al que se cree su
autor», por lo que al parecer Niebla se le había
ido de las manos y transformado en «nivola u opopeya o trigedia». De hecho, así
era como «Alejandro Plana, mi buen amigo catalán», la había llamado: trigedia. La nivola hecha trigedia. Unamuno,
que por si fuese poco también era iberista, menudos somos los de Bilbao, oyes, escribía eso en 1935. Francesillo
de Azcoitia calló. Se acababa de poner en modo perspectiva nibolesca de futuro.
Es que, con el amigo catalán de Unamuno, se le vino a la mente la nivola o trigedia
planificada por Artur Mas.
Para
recordarla o vaticinarla, no estaba seguro.
Allá por marzo de 1917 en el semanario Nuevo Mundo apareció de nuevo Augusto Pérez, con el empeño de ser soñado, al agonista Unamuno por eso de su antigermanofilia (eran tiempos de la antes llamada Gran Guerra) y en un transcendente coloquio afirma:" ¿O es que cree usted haber escrito aquel relato de mi vida metafísica a que llamó Niebla porque le dio la gana, y así sin mas ni mas?. No, no y no. Y yo, y no usted, sé porque le escribió". Relato metafísico lleno de nivolerías para favorecer la pereza mental de los críticos que quiso ser, junto a otras dos, novela ejemplar, a modo cervantino. Y Víctor Goti afirma que como humorista no hemos tenido más que Cervantes con sus sutiles tomaduras de pelo. Y digo yo que Unamuno gustaba de la ironía cervantina, no del sarcasmo quevedesco. Interrumpe un carabanchelero de pro: dejad de insistir; la cuestión es pasar la vida divertido.
ResponderEliminarEl de Carabanchel agradece la sabiduría del amigo, dentro y fuera de la nibola.
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