Para
Laura C. F., que desde Galicia
me
envió el texto de Cunqueiro
Antonio
García y Bellido, en cuya traducción de Estrabón —incluida en su España y los españoles hace dos mil años—
voy leyendo, comenta (nota 278) el
pasaje de la Geografía sobre la covada. Provenga de puerperio covare, ‘guardar cama tras el parto’, o de cova, ‘cueva’, que entre otras voces
parirá la francesa couver, ‘incubar’,
ya
sabemos que con covada se denomina
a la «curiosa costumbre» y «rara práctica» antigua de que fuera el padre, y no
la madre, quien cuidara al recién nacido en el lecho. Según García y Bellido,
tal uso perduró «hasta hace bien poco» (la primera edición de su libro data de
1945) por el septentrión peninsular, de Galicia a Aragón pasando por Cantabria,
así como en Baleares y Canarias.
De
igual manera que por el norte brumoso y por las lejanas islas, la covada pervivió
—añade el historiador— en otras regiones del mundo, como resto de antiguos y no
caprichosos ritos: contrariamente a la maternidad, la paternidad es susceptible
de duda, de modo que con la covada se reconocía legalmente. Es lo que por lo
visto hubo de ocurrir en la Maragatería, que antiguamente fue llamada —por
qué no— Somoza, comarca de itinerantes mercaderes o mericatores, y que a oscuras quedó mientras no se encendieron las
Luces: «Es sorprendente que hasta el siglo XVIII nadie se ocupe de los
maragatos», ni siquiera una mísera relación de peregrinos camino del Finis terrae de Santiago, constata F. J.
Rodríguez Pérez.
En
su ensayo «La
covada en el país de maragatos» (Argutorio,
20 [2008], pp. 4-10), este autor se refiere a un «espacio mítico», «ocupado
primordialmente por la imagen fuerte y callada de la mujer maragata […], en
brava intimidad con el trabajo, luchando estoica, sola y ruda contra la
invalidez miserable de la tierra». Tras semejante subidón naturalista, Rodríguez Pérez menciona, porque seguramente viene al
caso, las Cartas a Ponz (1782), donde
Jovellanos relaciona los pueblos malditos,
trashumantes y endogámicos de los maragatos y de los vaqueiros de Alzada,
asturianos. Pero ni Jovellanos ni Concha Espina, en La esfinge maragata (1914), novela, dicen esta boca es mía sobre la
covada en tal país, ni los más viejos maragatos actuales recuerdan hoy, si se
les pregunta, esa costumbre. No importa: echando balones fuera, Rodríguez Pérez
sostiene que en más zonas que las enumeradas por García y Bellido y sus fuentes
antiguas, como la Araucanía y la Amazonía, «se ha constatado alguna forma de
covada»; y hasta la primera mitad del siglo XX, en exóticos destinos como Laponia,
Borneo o Brasil, así como en Inglaterra, Francia o Alemania, lugares —tengo
entendido— no menos míticos, brumosos y remotos que la Maragatería.
O
si no, tal vez puede que quizá la covada sea —conjetura el historiador García y
Bellido— una práctica que remite a un ancestral sentido mágico-religioso. Explicación
que suena al recurso habitual del que se tira para aquello que, por desconcertante, carece de
explicación. En «De erótica travesti» (1978) la ensayó Álvaro Cunqueiro,
tratando de otra variante de covada, por supuesto mágica y ligada a esa
gigantesca hipótesis, claro que verosímil, que son nuestros amigos y familiares
los indoeuropeos:
Supongo
que las razones de protección contra los espíritus malignos serían las mismas
que llevaron a los pueblos indoeuropeos a practicar la llamada covada, y que consiste en que mientras
la mujer pare silenciosa en la cama, en un rincón oscuro de la casa, en otra
cama, iluminada, el marido, desnudo, se queja con los dolores del parto. Entran
los espíritus dañinos y hoscos, y se van a la cama del marido, queriendo
penetrar en la criatura que nace, o hacerse con ella. Y se van despechados
porque no encuentran tal niño. (La covada
ha ido desapareciendo, pero hay sospechas de que no del todo, en ciertos
lugares de Europa, en Francia, en el país de Langres, por ejemplo, y en
Galicia, en la alta montaña, aunque procuren ocultar que la practican. Al
marido le pegan para que se queje bien.)
A
esas dos razones, la jurídica y la religiosa, enderezadas a entender el origen
de la singular y vaporosa covada —antecedente, ya quedó dicho, de la baja
laboral por paternidad—, se aferran los cronistas y leedores para interpretar
el pasaje de Estrabón y su descendencia. Postularé aquí una tercera razón, que
cumpla asimismo la condición de resultar verosímil: el texto del geógrafo
griego no es sino una justificación historiográfica o científica de lo que en
un principio fuera una ficción poética.
Será
en las siguientes entregas.
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