Fue un Catorce de Abril. Como el de ayer, un día y
un notición. Alterando la sangre por doquier, de entre las nieves y los fríos alumbró la primavera la Segunda República Española. A duras penas brotando,
abriéndose paso por la maleza inerte e injusta del cainismo atroz, del
cantonalismo gallináceo, del caciquismo egoísta, la espléndida flor de la
República ciudadana: respetuosa, laica, democrática. Un regalo. Y otra
oportunidad desperdiciada.
Seguir negándolo en estos días de procesional pasión
tricolor, es contrario al razonable ideal republicano: una mayoría fue
arrancando, apresurada, desatinada y con violencia, los leves pétalos al Sexenio de esperanza. Católicos de
hastío, trabuco requeté y sacristía; revolucionados socialistas de armas tomar;
monárquicos varados en rancios salones de espejos; conservadores nostálgicos de
un espadón de antaño; nacionalistas reaccionarios que inventaban, bífidos y
bilingües, la Edad Media; anarquistas de utopía fulgurante y fusilera, y
aquellas dos ramas de la superstición totalitaria que, muy siglo XX, se
propusieron con éxito industrializar la muerte: fascistas y estalinistas, que iban
poniendo a punto sus fábricas de terror para clonar, con escombros, escoria y
esqueletos, al Hombre Nuevo, ese autómata obediente. Esta variada mayoría logró
su común empeño: destruir la República, esa provocación a la barbarie que fue y
que es y que será, sin descanso ni cansancio, la República de ciudadanos libres
y orgullosos de una ley digna por respetuosa, laica, democrática.
La barbarie española de aquellos años no fue muy distinta
de la europea. Si acaso, con sus peculiaridades: una costumbre arraigada de
aislarse del mundo para asolar la propia casa, y el cultivo persistente de un franciscanismo guerrero. ¿Oxímoron?
Claro: muéstrenme otro recurso más apropiado para tratar de nosotros los españoles,
hidalgos ácratas. Del aislamiento cainita bastará con decir que cuando Mambrú
se va a la guerra o Johnny coge su fusil es para enfrentarse a otros
desventurados de países extranjeros; en nuestro caso no: desde 1701 hasta 1939,
seis guerras civiles nos ejercitaron en la tarea de odiar al otro sin tener que
salir de nuestras fronteras, así que, todos a una, OTAN, de entrada no.
Neutrales que te pasas y ciudadanos del mundo a tope. De las guerras globales
pasamos, que ya tenemos lo nuestro montando la mundial aquí dentro con nosotros
mismos recogidos en nuestra propia mismidad.
¿Y el franciscanismo guerrero? Una conjunción
nominalista, por aquellos años trágicos, de astros de todos los colores: Francisco
Franco, general cuartelero; Francisco Largo Caballero, mimador de milicias y
ministro de la Guerra; Francesc Macià, teniente coronel de esos que se
revuelven al saber que nunca alcanzarán el generalato. Y los francotiradores de
esos tres tristes traidores a la República, apellidados los pacos: onomatopeya del ruido del fusil cargándose. En el día de
hoy seguimos conviviendo con plomazos partidarios de tales sectas
franciscanas. Siempre habrá alguno de ellos que te tilde de facha, de rojo o de
centralista. Es como en Argentina con la variada fauna de los peronistas, tipos
que, como dicen que decía Borges, no son ni buenos ni malos: resultan simplemente
incorregibles.
Pertenecer a una secta —que suele ahora ser
política— impide sonreír o razonar, atributos humanos; también, distinguir la
realidad de la ficción. No sé: Pilar Primo de Rivera, fascista, se encorajinó
lo suyo («desautorizo
absolutamente todo lo que en esa desagradable novela se inventa sobre mí», El País, 18-2-1977) cuando Jesús Torbado publicó En el día de
hoy (1976), que
relataba el año y pico transcurrido entre la derrota militar franquista de 1939
y el preludio de la invasión hitleriana de España. Una ucronía. Cuyo argumento
resulta ficticio, claro, pero cuyo desarrollo puede convertirse en un
laboratorio de historia. Y cobrar poder predictivo. Como ese fragmento que encuentra
J. Santiago («Ucronías sobre la Guerra Civil») en Anales de la IV República, de Ramón Sierra: tratando de la
Confederación de Estados Europeos, Sierra relata, en 1967, que «se acuñó una
supermoneda, el Europeo, que poco a poco se fue abriendo camino».
Otra fiesta ucrónica la de ayer, como cada 14 de
abril. Viva la República, coreaban —al decir de los periódicos— las procesiones
laicas. Vivirá cuando la mayoría decida atender «el mensaje de la patria eterna
que dice a todos sus hijos: Paz, piedad, perdón», extraordinarias palabras del Presidente
Azaña. Cuando cada ciudadano se reconozca en los demás y con ellos decida tener,
por tanto y por fin, la fiesta en paz.
Y ya puestos, con salud, razón y libertad.
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