Mucho antes de que Colo-Colo inspirara
a los hinchas
futboleros en su frecuente acción de venirse arriba, Caupolicán, héroe araucano
forjado a golpe de endecasílabo recio por Ercilla, había protagonizado un
soneto de esos en que Rubén Darío se ponía estupendo: «Es algo formidable que
vio la vieja raza…». La pieza fue coleccionada en Azul… (1888), apenas cinco años después de la última derrota
mapuche ante el Regimiento
Caupolicán, del Ejército chileno. En la visión rubendariana, el «salvaje y
aguerrido» Caupolicán lucía «por casco sus cabellos, su pecho por coraza». Hay quienes
no quieren resistirse al viejo impulso épico y su armígero son de Marte, que dijera Hernando de Acuña, vecino de Ercilla
en años (1520-1580), espadas y plumas.
La Geografía es disciplina que sirve
para entrenar la memoria por entre un caudal indefinido de accidentes. Sustituido
ese entrenamiento por la azarosa triangulación del GPS —y déjate llevar…—, lo
geográfico y su esencial accidentalidad siguen fundamentando los hechos
diferenciales de todos los nacionalismos: cada tribu nace y vive como puede avecindándose
con un remoto río sonoroso, cobijada por la sombra mudable de cumbres más o
menos altas, a merced del secarral de un páramo infructuoso o en compañía de
los vientos húmedos que hermanos son de los múltiples mares. O como
dijo uno:
En cada
paisaje se asentaba luego una fichita del Risk
universal: cierta tribu. Que enseguida asociaba su paisajillo de cortos vuelos
con un hecho diferencial. La cosa aquella del sentimiento.
Alcanzada la séptima estrofa de La Araucana, se le ocurrió a Ercilla
situar geográficamente aquel reino lejano y escondido, mediante el trazo del
siguiente mapa de palabras:
Es Chile norte sur de
gran longura,
costa del nuevo mar, del Sur llamado;
tendrá del este a oeste de angostura
cien millas, por lo más ancho tomado;
bajo del polo Antártico en altura
de veinte y siete grados, prolongado
hasta do el mar océano y chileno
mezclan sus aguas por angosto seno.
Tal gesto de geógrafo de octava (real)
ha repercutido lo suyo en los coles de la patria, pues esa estrofa, «primera descripción
impresa de la famosa geografia chilena», según Padrón, «ha sido memorizada por
generaciones de niños chilenos»[1]. Uno
de aquellos muchachos fue, cuando entonces, Pablo Neruda. Quien ya de mayor consideró
a Ercilla «inventor y libertador» de la patria chilena, ahí es nada, según dejó
dicho en «El mensajero», texto que abría el volumen colectivo Don Alonso de Ercilla, inventor de Chile
(1971). Aquella «infaltable sexta octava del canto primero de La Araucana, que todo chileno conoce al
dedillo» (en palabras de Rojas), había fascinado al Neruda de los «mapimundistas»:
Chile, fértil provincia y señalada
en la
región antártica famosa,
de
remotas naciones respetada
por
fuerte, principal y poderosa;
la
gente que produce es tan granada,
tan
soberbia, gallarda y belicosa,
que no
ha sido por rey jamás regida
ni a
extranjero dominio sometida.
De vez en cuando los suecos sacan del
bombo la bola buena y premian con la lotería del Nobel a un poeta magnífico. En
1971, el Neruda recién nobelizado hacía a Ercilla mensajero del Dante:
Ercilla no sólo vio las estrellas, los montes y las aguas, sino que
descubrió, separó, y nombró a los hombres. Al nombrarlos les dio existencia. El
silencio de las razas había terminado. La tierra adquirió la palabra de los
dioses.
El más humano de estos dioses se llamó Alonso de Ercilla.
Una definitiva entrada en rapto y trance
de exageración. Frente a Gabriela Mistral, a la que no gustaba pero que nada La Araucana, «pedazote de pasta de
papel, pesada y sordísima» —en nota de 1932 no menos desmesurada, que cita
Valero Juan—, Neruda es un ercillano acérrimo. U otro de sus personajes, que de
modo recurrente unas veces toma su voz, otras se la presta. El autor de La Araucana es, para Neruda, el compañero Ercilla; así que en Incitación al nixonicidio y alabanza de la
revolución chilena (1973) lo llama «noble compañero, / que entre todos y
todo fue el primero, / don Alonso de Ercilla, el duradero», antes de traer su famosa
sexta octava y de entreverar, al final del libro («Juntos hablamos»), las
palabras de ambos, transformando a Ercilla «en un poeta nacional, bardo por
anticipación de la revolución chilena» (Dichy-Malherme); y «Compañero Alonso de
Ercilla: La Araucana no sólo es un
poema: es un camino», dirá en Para nacer
he nacido (1977), como recuerda Valero Juan. Ya lo veremos, para terminar:
el «punto culminante en la reelaboración poética» de La Araucana lo había alcanzado Neruda en su Canto general, que del «legado político de Ercilla» —ya existía
para entonces, después de casi dos centurias de lecturas interesadas, esto es, anacrónicas— hizo «un discurso de reivindicación americanista» (Castillo Sandoval).
La poesía fluyendo de la vida e influyendo
en ella, no menos que en el descontento con ésta que sistematiza toda
ideología.
[1] Proceden las citas que serpentean por este post de R. Padrón, «Geografía,
sodomía, y lo femenino en La Araucana
de Alonso de Ercilla», en Actas del
XIV Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, ed. I. Lerner et al., Newart, Juan de la Cuesta, 2004,
IV, pp. 515-522 (p. 518); de P. Neruda, «El mensajero», en VV. AA., Don Alonso de Ercilla,
inventor de Chile, Santiago de Chile, Pomaire, 1971, pp. 10-12; de E. M.
Valero Juan, «Reconstruyendo el camino de Ercilla… Bello, Mistral y Neruda», América Sin Nombre,
9-10 (2007), pp. 201-207 (pp. 204a y 201a); de S. Dichy-Malherme, «El
primer canto de La Araucana: una
cartografía épica de Chile», Criticón,
115 (2012), pp. 85-104 (pp. 85-86), y de los ya mencionados R. Castillo
Sandoval (pp. 233-234) y W. Rojas (s. p.).
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