Recién terminada la publicación por entregas de Pepita Jiménez,
que por mayo era por mayo de 1874, el sacerdote, erudito y musicólogo José
María Sbarbi —otra neurona del memorión de Wikipedia— se apresuraba a reseñarla
en «Un plato de garrafales (Juicio crítico de Pepita Jiménez, por D[on]. J[uan]. V[alera].)», Revista de
Archivos, Bibliotecas y Museos, IV (1874), pp. 187-190 y 203-205. Con
gracejo gaditano que procuraba contener la mala baba, criticó Sbarbi «estas
epístolas no católicas, en cuanto al lenguaje se entiende» (p. 204a).
Tirando la piedra y escondiendo
la mano, ese viejo recurso retórico, el reseñista decía pasar por alto «las
impropiedades, inexactitudes é inconveniencias en que incurriera el escritor» (p.
187b) para centrarse en los «graves yerros de lenguaje y de construccion
gramatical» «con que se halla salpicada esta obra» (p. 188a), de la que Sbarbi
finge hasta casi el final de su escrito crítico no saber quién es el autor. En carta
de 1888 que acabaría prologando Azul…,
Valera se dirigirá a Rubén Darío: «Con el galicismo
mental de usted no he sido sólo indulgente, sino que le he aplaudido por lo
perfecto». Mucha menor indulgencia había mostrado años antes Sbarbi con la
novela epistolar de Valera, a pesar de que, como profesional de sacristía, sin
duda dominaba las herramientas del perdón; pero fue el caso que don José María
—¿o don Josemaría?, que al fin cualquier hombre es todos los
hombres— se dio a censurar en Pepita
Jiménez usos verbales y galicismos (pp. 188-190 y 203-204), mediante reproches
que no resistirían un cotejo con el uso gramatical del siguiente siglo y medio,
que, mira tú por dónde, los ha ido admitiendo. Es que el ritmo de la historia
de la lengua no sigue el compás de la inerte funeraria del purismo.
No le faltaba razón al reseñista
de órgano y misal cuando advertía que en Pepita
Jiménez «los acontecimientos no siempre se sucedan con la debida
oportunidad», faltos «en ocasiones de la preparacion ó desarrollo conveniente;
ó ya que se repitan con sobrada frecuencia» (p. 187b), aunque no fuera eso lo
que importaba a Sbarbi; sí que Pepita
Jiménez evidenciase, ante «los ojos de la juventud aspirante al
sacerdocio», «los desengaños» a que se expone «cuando no está verdaderamente
llamada por Dios para el desempeño de las funciones de tan tremendo ministerio»
(p. 187b). Con razón había soltado aquello de epístolas no católicas, tirando, ya digo, la piedra y escondiendo en
el baluarte del doble sentido la mano. Abierta.
Lo que hubieran encendido al
sacerdote y musicólogo Sbarbi las misas con guitarra.
A fray Ramón Martínez Vigil,
obispo dominico de Oviedo (o Vetusta), lo que le encendió o incendió fue la
publicación de La Regenta. A ver. ¿Se
le caerían las gafas a Su Ilustrísima persona al leer lo que aconteció cuando don Álvaro Mesía galanteara
a caballo a Ana Ozores? Don Víctor Quintanar, manso y «humilde infante»,
presenció esa ronda a su esposa, y no pudiendo saludar al «gallardo jinete»,
golpeó amistosamente «las ancas del caballo» (II, 16). Tanto monta… Por su
parte, don Fermín de Pas —magistral en la misma catedral que compartieron
Vetusta y el obispo fray Ramón—, derrotado por un caballo literario, como el
galope repetido de texto en texto por aquellos novelistas liberalotes, pudo
sentirse como Hércules cuando el centauro Neso se llevó a su esposa Deyanira, o
bien personaje —el hombre-suelo con una tan gigantesca como impotente cabeza de
ojo pasmado— del aguafuerte goyesco El caballo raptor (1815-1819), en que un équido atrapa en su boca a mujer encamisada,
dislocada y complacida. Ciego de ira, don Fermín renegará de su condición
sacerdotal (¿adivinan el estremecimiento del obispo Martínez?), más cuando don
Álvaro le adelante a lomos, cómo no, de brioso corcel, mientras él marcha sobre
una berlina, cuyo «mísero jaco» era incapaz «de toda noble emulación». ¡Ah, si
no vistiera aquella especie de incómoda falda!: «Cada vez le pesaba más la
sotana y le abrumaba más el manteo», dice entre sí. Y más: «la culpa de todo la
tenía la odiosa, la repugnante sotana» (II, 27).
Natural que a Clarín le
tuvieran ganas los curas trabucaires y sus más entregados parroquianos.
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