Por lo que
llevamos experimentado[1], se
entiende que los autores de sonetos sobre ilustres e ilustradoras ruinas, casi
nunca las vieron. Castiglione se supone que sí, las de Roma; Herrera quizá, las
de Itálica, que le pillaban cerca, al fondo a la izquierda del barrio de
Triana. Para contemplar las de Cartago, a Garcilaso, Cetina y Tasso no les
bastó con pisar las arenas del desierto africano: tuvieron que echar mano de
alguna guía de viajes. Sin problemas, pues, dada su condición de lectores
impenitentes. Ayudaría, por ejemplo, el Libro I de las Historias de Polibio, que adujo y recondujo (hacia La Goleta)
Herrera en sus Anotaciones (p. 472):
domingo, 31 de diciembre de 2017
domingo, 17 de diciembre de 2017
IX, 43. Herrera modifica una teoría que se sabe
Como Garcilaso
y Cetina,
también multinacional poeta soldado de Carlos V fue Bernardo
Tasso (1493-1569) en Túnez. Y como ellos, su cuarto a
espadas y plumas había echado sobre las ruinas de Cartago; que, aunque
sagradas, sólo quedaron en su canto como telón de fondo en que lamentar que
«Marte sanguinoso» lo hubiera alejado de la amada. De modo que su soneto venció
por el lado del yo el característico bitematismo a lo
Castiglione: apenas el primer cuarteto de Tasso se
dedica a invocar a los restos supuestos de la antigua Cartago y al africano desierto
abrasador que lo quisieran escuchar. Así que T
= RcT1 + Ya3. Como leímos ya hace
tiempo «Sacra ruina che ‘l gran cerchio giri…» (Rime
[ed. 1537], III, 9), lo recordaré ahora con pálida versión
sonetil mía: