sábado, 12 de mayo de 2018

XI, 15. Del asesinato como uno de los servicios públicos (2)


Ante la Sociedad de Conocedores del Asesinato, De Quincey hace disertar a su conferenciante de 1827: «En este mundo todo tiene dos lados. El asesinato, por ejemplo, puede tomarse por su lado moral (como suele hacerse en el púlpito y en el Old Bailey) y, lo confieso, ése es su lado malo, o bien cabe tratarlo estéticamente —como dicen los alemanes—, o sea en relación con el buen gusto» (Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes). El aserto resultará insuficiente a ojos de los venideros cubistas, y por completo banal después de la discusión relativista sobre el baciyelmo (Don Quijote, I, 45); pero, a pesar del déficit de su tan simplista binarismo, partamos de él para recorrer otro ya famoso jardín de senderos que se bifurcan.
No era infrecuente, entre Los Inmunes a la Ley de la Gravedad, el cultivo de una práctica digna de hidalgos anarquistas: adornar cada respectivo currículum con ficciones académicas. Aquella sociedad secreta e interpartidaria, que la moda nominalista apellidaba think tank y el corrosivo sarcasmo del hartazgo ciudadano rebautizó como gin tank, andaba especializada en convertir a sus integrantes, graduados en lo que solían fatuamente apellidar la Universidad de la calle, en doctores, licenciados y requetepasteurizados en las más llamativas y colganderas ramas del conocimiento. Un crimen social si cotejada tal práctica con el esfuerzo que miles de estudiantes de verdad dedicaban a sus carreras. Pero más allá de este mohín melodramático y lacrimógeno, los electores nunca tomaban cartas en el asunto y continuaban con la práctica de votar inercialmente: cada uno de ellos, a los míos. Natural entonces que a los socios de Los Inmunes a la Ley de la Gravedad les sobrara el mundo.
No dudaban, por consiguiente, en inscribir sus fechorías extracurriculares en webs públicas y transparentes. No tanto porque el CV falso sea, frente por ejemplo al diario, exigente subgénero que requiere de concurrido auditorio, sino en el bien entendido supuesto de que nadie se tomaría la molestia de revisar lo que saliera de esas mismísimas webs. Hasta —claro— que un benemérito compañero de partido se chivaba del desaguisado. Entonces, el Departamento de Filtraciones de Aguas Residuales de la redacción periodística agraciada, firmaba el correspondiente informe, que encajaba a machamartillo en el género sublime del reportaje de investigación o al menos en el de cumplido refrito de registros guguelianos[1]. Así habían ido desfilando, sorprendidos con su particular carrito del heláo, cienes y cienes de Los Inmunes. Frente a los integrantes ultrapirenaicos y protestantes de aquella secreta sociedad, que solían dimitir en dicho trance los muy flojos, los españoles se mantenían aferrados al silloncete, amparados en la costumbre secular de que los pecadillos confesados, mediante bisbiseo metafísico y coleguil como entre-tú-y-yo, quedaban redimidos ipso facto. Validaban de aquel modo, pero que muy científicamente, la hipótesis de que con ellos no iba la ley de la gravedad, y en consecuencia no caían nunca.
El conferenciante de De Quincey clausuraría en una fase así el momento del juicio moral. Pues, suponiendo que el crimen «ya se ha cometido», que por tanto «la pobre víctima ha dejado de sufrir» y «que el miserable asesino ha desaparecido como si se lo hubiese tragado la tierra» (o, añadamos, que el mentiroso se ha ido de rositas); y ya puestos, suponiendo además «que hemos hecho todo lo que estaba a nuestro alcance, estirando la pierna para poner una zancadilla al criminal en su huida, aunque sin éxito», entonces, «¿de qué sirve aún más virtud? Ya hemos dado lo suficiente a la moralidad: ha llegado la hora del buen gusto y de las Bellas Artes»: «Tal es la lógica del hombre sensato». No en vano, siendo a esas alturas «imposible sacar nada en limpio para fines morales», queda estudiar «el caso estéticamente». Todo ventajas, pues de esta manera

secamos nuestras lágrimas y quizá tengamos la satisfacción de descubrir que unos hechos lamentables y sin defensa posible desde el punto de vista moral resultan una composición de mucho mérito al ser juzgados con arreglo a los principios del buen gusto.

Traspongamos estos principios al asunto que nos ha ocupado como sociedad, hasta que la siguiente escandalera periodística nos hizo olvidarlo. Consideremos aquí asesinar con la segunda acepción que la Docta Casa explaya: «Causar viva aflicción o grandes disgustos». O, aún mejor, con la tercera, pintiparada para los especialistas en trabar currículos académicos falsos: «Dicho de una persona en quien se confía: Engañar en un asunto grave». Y examinemos así el asesinato ya no como una de las Bellas Artes, sino como un servicio público de los que figuran en el catálogo de nuestros Estados del bienestar.
Esa conquista.



No hay comentarios:

Publicar un comentario