En
el origen de la intriga, la ignorancia. Por eso, dadas mis múltiples lagunas —que
van de la Física a la Teología—, me desconcierta aquella anécdota de Einstein y
«el más íntimo de sus amigos», el científico Michele Besso, que «al final de su
vida se mostró preocupado cada vez con más intensidad por la filosofía, la
literatura, todo aquello que teje el significado de la existencia humana», y
por eso inquirió sin descanso a Einstein sobre la irreversibilidad, asunto que éste
zanjó afirmando que «la irreversibilidad no es más que una ilusión, suscitada
por condiciones iniciales improbables». Más intrigante me resulta desde siempre
—¿desde siempre?— otra de sus observaciones,
redactada con motivo de la muerte de Besso: «Para
nosotros, físicos convencidos, la diferencia entre pasado y futuro no es más
que una ilusión, aunque sea tenaz» (C. Mataix, «Ilya Prigogine: tan
sólo una ilusión», A Parte Rei. Revista de Filosofía, 28
[2003], pp. 1-5).
Hace tiempo —¿Hace tiempo?— que sostengo que la
historia literaria es reversible. Así, en «Hacia una teoría filológica de la
temporalidad reversible. (Con un soneto plurifuncional de Lope y otros casos de
la historia literaria española)», AnMal
Electrónica, 27 (2009), pp. 19-68. En sintonía,
pues, con los postulados einsteinianos (y de Curtius y de Diego). Una historia
que extrae de ella lo irreversible es, sencillamente, una historia que ha
decidido abolirse a sí misma. O tal vez contarse de otra manera, más acorde con
la complejidad del mundo del que forma parte. Y al que conforma.
Después de
Einstein, no son muchos los críticos e historiadores de literatura española que
han experimentado la misma intuición. Llámese, con palabras de Gerardo Diego
—el primero que, según veremos, trabajó con ella en el laboratorio de la
biblioteca—, enajenación interpretativa.
Aunque también —si supiera— podría denominarse interpretación cuántica o quizá cubista.
Que dio en el procedimiento de
hallar, en textos pretéritos, formas actuales del arte literario. Tal proceder
fue, desde los einsteinianos años 20 del siglo XX, signo de los tiempos —si lo indico a lo Salinas— o del espíritu de época —si lo escribo a lo Machado
o decimonónico—. Trazaré
brevemente algunos de sus jalones en el medio siglo que va de 1937 a 1986.
A su Historia
de la literatura española
(Barcelona, 1937), llevó Ángel Valbuena Prat este recorte de fragmentos
poéticos del pasado para hacerlos vanguardistas. Mucho antes de las décadas
iniciales del siglo XX, Juan de Mena fue, así, «el primer poeta puro», autor de
«una frase insustituible: “La gran disciplina de la poesía moderna” en el poema
de significativo título Claro-escuro». Y para
entender el «apriessa cantan los gallos e quieren crebar albores» del Poema del Cid, «sería sugestivo pensar»
—sostiene Valbuena— «en una adivinación creacionista». José Lara
Garrido sintetizó esta forma de interpretación reversible: «la historia deviene
un espejo […] constituido en el presente para acceder a cuanto el pretérito
tiene de preparación viva de la contemporaneidad» («La Historia de la literatura española (1937) de Ángel Valbuena Prat.
Ensayo de deslindes sobre el método historiográfico y la construcción crítica»,
en Lienzos de la escritura, sinfonías del
recuerdo. El magisterio de Ángel Valbuena Prat, ed. D. González Ramírez,
Málaga, Universidad, 2012, pp. 231-337 [las citas, en pp. 296-297]).
En
la misma línea, y tratando en 1952 sobre «San Juan de la Cruz, poeta
contemporáneo», Carlos Bousoño estableció que
el carmelita se había adelantado en varias centurias al irracionalismo poético
del siglo XX (Teoría de la expresión poética,
Madrid, Gredos, 1966, pp. 182-204). Y Gabriel Celaya adujo en 1963 el caso de
Herrera, cuya obra es poesía pura en
cuanto «revelación de lo que las palabras son». Por eso la
emparejó con Mallarmé, citando al Herrera teórico de las Anotaciones a Garcilaso: «como dice Tulio [Cicerón], los poetas
hablan en otra lengua», una que «es abundantíssima i esuberante i rica en todo,
libre i de su derecho i jurisdición sola, sin sujeción alguna» («Primera etapa. La poesía pura
en Fernando de Herrera», Exploración de
la poesía, Barcelona, Seix Barral, 19712, pp. 13-77).
Los
casos de Valbuena, Bousoño y Celaya no son sino derivadas de una —apodémosla
así— teoría general de la relatividad
vanguardista, basada en las «burlas con el tiempo y con el espacio» a que
fue dado Alfonso Reyes, como la de encontrar «una jitanjáfora en Las suplicantes de Esquilo» (La
experiencia literaria. Ensayos sobre experiencia, exégesis y teoría de la
literatura, Barcelona, Bruguera, 1986, pp. 245 y 251). En 1961, Reyes había
expuesto en El Polifemo sin lágrimas
«su método poético de deconstrucción» (Á. Dávila, «El neobarroco sin lágrimas:
Góngora, Mallarmé, Alfonso Reyes et al.», Hipertexto, 9 [2009],
pp. 3-35 [p. 18]): «como embriagado por la belleza de
Galatea», la gongorina,
me
entrego a descomponer y recomponer por mi cuenta el examen de sus atractivos,
en enlaces y cruces, en nuevas síntesis metafóricas, tránsitos oblicuos entre
las imágenes y los mitos; de suerte que, aunque opero con objetos de la
tradición más rancia, los rejuvenezco al invertir sus relaciones,
complaciéndome en entrechocarlos.
Góngora —ese redescubrimiento
de la Vanguardia— se encuentra asimismo en la raíz de los experimentos de
Francisco Rico, para quien, animado por el juego irónico de la interpretación
enajenante, «La literatura es un ir y venir entre la memoria y
la historia», movimiento en que «La tradición […]
determina la percepción».
Así sucede con «El gongorismo de Ovidio»:
teniendo Góngora por «estilo entrincado» el ovidiano, tal «opinión […], con
su regusto y referencias escolares, inclina a preguntarse si una parte nada
desdeñable de los recursos estilísticos más rotundamente gongorinos no será
también, en ciertos aspectos, resabio de una forma poco madura de saber latín.
Si lo es, o felix culpa!» (Primera
cuarentena y Tratado general de literatura, Barcelona, El Festín de Esopo,
1982, pp. 141, 143 y 109-110).
En cuanto a otra suerte de reversibilidad o —dicho
termodinámicamente— entropía que conduce a un sistema hacia el equilibrio
final, en que la energía se apaga, en Poética se llama simetría, sobre la que dicta la acumulación teórica que
el poema empezó por ser un objeto verbal forjado para
mantenerse en la memoria (para ser ahí releído, recitado y aun, si se quiere,
redicho); y por ello se dispuso como una red de vínculos capaces de lograr que
la evocación de un solo elemento arrastrara a la evocación simultánea de todos
los restantes […] con el luzbélico empeño de introducir también en el lenguaje
humano la fascinante invención divina de la simetría.
Simetría que en el plano histórico es el resultado de leer
primero a un autor contemporáneo y luego a otro más remoto, y establecer en ese
orden, y entre ellos, una «red de vínculos» que reduzca la distancia temporal a
una mínima, medida ya no en centurias, sino en los centímetros que separan ambos
libros en el anaquel de una biblioteca cualquiera. Pues la medición
cuántica altera lo observado. Tal es lo que pudiera aprenderse al acabar con éxito el
siguiente «Ejercicio» de
Rico: «Redáctese un trabajo de unas cinco holandesas (mecanografiadas) sobre la
influencia de César Vallejo en los sonetos de Quevedo, cuenta habida de que la
crítica literaria es siempre válida si es válida literariamente» (Primera
cuarentena y Tratado general de literatura, pp. 142-143). Una vanguardista historia
literaria, por tanto, prescindirá de la ordenación seriada de siglos.
Es
una necesidad cuántica o cubista que debería iniciarse con alguna antología
inteligente.
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