Es como la pintura, la poesía, sentenció Horacio en su Epístola a los Pisones. Ambas artes perfilan asimismo nuestra memoria: una escena contemplada, un imaginado momento, quedan de tanto en tanto trazados indelebles en el horizonte del recordar humano: transformados en poderosos arquetipos.
Tales arquetipos son puentes que, uniendo un instante específico de nuestro vivir con un correlativo impulso, guían nuestro sentir y pensar. O, como se dice ahora, nos ayudan a tomar decisiones. Quizá entonces llamamos clásicos al pintor y al poeta que instituyeron al menos una estampa que, ante ciertos estímulos, se nos impone de manera automática. Estética. Sí: con frecuencia vemos el mundo a través de los ojos privilegiados de unos cuantos artistas: el amor ideal es petrarquista; el desnudo ideal, tizianesco. En el imaginario colectivo quedó así la estampa recostada de las Venus de Tiziano.
El Musée d’Orsay (París) acoge hoy dos obras de Édouard Manet que escandalizaron no poco en el Salón de 1865, lugar de exhibición de la conservadora Academia de Bellas Artes parisina. La protagonista de La femme au chat (h. 1862-1863) posa con una «indolencia» que remite a «la Maja desnuda» de Goya[1]. Es que, como veremos, también este llevó lentes tizianescas. La mujer con gato fue acompañada de Olympia (1863), donde Manet «reinventa el tema tradicional del desnudo femenino».
Pero toda invención es el resultado de reconfigurar modelos, esquemas, trazos que eran tradicionales. La mirada tizianesca se había mezclado, antes de llegar a Manet, con la orientalista de Ingres, en su aún tibia La gran odalisca (1814) y en la ya sinuosa Odalisca con esclavo (1858) —ambos cuadros conservados en el Louvre— y con la que hacia 1825 proyectó esfumada Delacroix en Odalisca sobre un diván (Cambridge, The Fitzwilliam Museum). Pero si Ingres y Delacroix habían hecho desaparecer al can tizianesco, Manet lo sustituyó por un gato negro.
El caso es que Olympia hubiera sido imposible sin Goya, sin los orientalistas románticos franceses y desde luego sin la Venus del perrito o Venus de Urbino de Tiziano, cuya tensión entre lo níveo y lo oscuro, y entre ama ociosa y criadas laboriosas, fue legada tres siglos después a Manet, quien contrasta a la alba modelo tumbada con la negrura de la asistente y del animal de compañía. De nuevo ha ido este a parar, si bien ahora inquieto, a los pies de la cama.
Ingres y Delacroix añaden a Tiziano el exotismo, esa cantinela condescendiente de las metrópolis de todos los Imperios, incluso de los tan romántico-democráticos francés y británico del XIX, de paso paridores del turismo; y Manet «convierte» a la Venus tizianesca «en una prostituta que mira con desafío al espectador», lo cual provocó «reacciones» de «considerable […] violencia» entre el público y la crítica de 1865.
Cuando una teoría no cuadra con los hechos que supuestamente explica, ya me dirán qué es lo equivocado; o sea, lo que hay que cambiar. Acostumbrados a contemplar el discurrir de los tiempos con las gafas decimonónicas de la falsilla que llamamos progreso de la historia —sin advertir que se trata de una mera hipótesis—, nos resultan chocantes algunos asuntos: por caso, que la refinada burguesía francesa que asistió al Salón de 1865 fuera mucho más mojigata que Felipe II y los aristócratas italianos del XVI, mecenas todos de Tiziano, que no paraba de recibir sus encargos de desnudos femeninos. En cambio, los franceses de mediados del XIX rechazaron La mujer con gato y Olympia, ese «cuestionamiento del desnudo idealizado, fundamento de la tradición académica». Gracias a que existieron previamente, Manet pudo cuestionar a la academia versallesca del XVIII y su doctrina del buen gusto, y a la subsiguiente: la seria, rígida y etiquetada academia del XIX, que expulsó de sus aulas la vida, la risa y el sexo. Hasta hoy.
Olympia, en cambio, encantó a Zola. En otro de esos rizos sorpresivos de la historia, que por mucho que nos empeñemos no solo es lineal, el naturalismo coincidía con el contrarreformismo filipino. Ver para creer. No es de extrañar que apenas cuarenta y tantos años después del escándalo del Salón de 1865, el Louvre acabara acogiendo a Olympia.
No hay revolución que no termine canonizada. El Louvre, oiga, es que ya lo admitía todo. Así se las ponían a Felipe II. Quiero decir, a esa otra esfinge que fue Miterrand. Con el tiempo, y con su gesto displicente, el de quien pone un pisito a venusina odalisca, ¿quién le negaría a Monsieur le Président el caprichillo de erigir, a la entrada del Louvre, una pirámide de perspectiva postmoderna, vencida de acero y cristal? Desde que Napoleón se echó su siestecilla en una egipcia, una de las de verdad, raro ha sido el máximo mandatario de la République que no se soñara nuevo faraón.
Pero esto es ya otro arquetipo.
[1] Esta y las siguientes citas proceden de los comentarios que el catálogo electrónico del Musée d’Orsay ofrece de las dos obras de Manet.
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