Para Neptuno, que abandonó los océanos
y se hizo del Atleti
A mí también me lo preguntaba mi hijo, cuando niño: «Papá, ¿por qué somos del Atleti?». Había que darle sus vueltas para contestar: que si la pasión, que si el saber rehacerse y seguir peleando, que si el disfrutar el doble con una victoria… Las explicaciones debían ser así de simples. Es que aún no comprendía los vericuetos de la estética. Y el chaval apenas tenía cuatro años cuando lo del gol de Vieri. No lo recordaba.
Temporada 1997-1998. Entre tanta mediocridad táctica, entre tanta palabrería pseudotecnológica, entre tanta patraña cientifista, con los partidos (de fútbol) pasaba como con la televisión basura, expresión que ya era casi una redundancia: todos los veían, todos se aburrían viéndolos, todos maldecían haberlos visto. Hacía mucho que el supuesto cientifismo de los estrategas (entrenadores era vocablo en desuso) había acabado con el fútbol humanista, es decir, con el espectáculo y el arte. Y faltaba lo suyo para que surgiera el Barça de Guardiola. Floro, olvidado técnico del Real Madrid, prohibía a su plantilla, cuajada de genios, la improvisación; su maestro, cuyo nombre ni recuerdo, escribía en los periódicos que el fútbol era una ciencia. Así nos iba. Era como el cuento de la ciencia de la literatura, que no se ocupaba de leer a los poetas, pero pontificaba un rato.
Entonces, el Atlético de Madrid redescubrió el sublime arte efímero del deporte: la belleza futbolística. Y con Platón sabemos que la belleza no puede ser sino la verdad. El ministro de no sé qué —nada más interino que un político—, que se llamaba Álvarez Cascos, sostenía que el fútbol era asunto de interés general. Acertaba a medias: de interés general era el fútbol del Atlético de Madrid. De lo más arcaico: nada más antiguo que marcar catorce goles en tres partidos; nada más pasado de moda que jugar tan al ataque que hasta su portero, Molina, estaba más tiempo fuera que dentro del área grande y, de hecho, la primera vez que fue internacional, jugó como defensa (el habitual surrealismo del Atleti); nada más viejo que contagiar esa infección antidefensiva a los equipos contrarios, que eran vapuleados, sí, pero disfrutaban asimismo recordando cómo se jugaba a esto.
Ante el Paok de Salónica, Vieri, el delantero centro más prehistórico del fútbol de finales de los 90, marcó un gol que nadie ha vuelto a emular. Por eso es el gol del siglo. (Vean si quieren la repetición.) Y, por serlo, es más que un gol: es un ejemplo ético y estético para la formación de los jóvenes y para una sociedad que ha mitificado la ciencia, precisamente el saber humano más contrario al mito.
La pelota lleva excesiva velocidad. Vieri la persigue, fiel a su compromiso ético de no dar un balón por perdido. Michopoulos, el guardameta griego del Paok, abandona la portería, en carrera paralela a la línea de fondo y perpendicular a la de Vieri. El punto de intersección es el esférico. En efecto, los dos hombres se cruzan. Michopoulos aún no lo sabe, pero está a punto de colaborar en la creación de un héroe. Los griegos es lo que tienen: nos enseñaron a mitificar, y en eso siguen. Michopoulos mira levemente a la izquierda y calcula que el balón, pase lo que pase, va a salir. La matriz de su cálculo incluye no solo las variables de la mucha velocidad y la escasa distancia del balón respecto de la línea de fondo, sino también una invariante del fútbol gris y estratégico: el delantero no se matará por una pobre pelota perdida. Así que hace lo que cualquier portero científico y moderno: juega sin balón. En este caso, salta sobre él, queriendo estorbar la que él estima agonizante carrera de Vieri. Ya está.
Pues no. El cálculo ha fallado porque la Física solo puede predecir el destino fatal de una esfera, pero no el grado de compromiso ético de un delantero. La Física y Michopoulos dictaminan que la jugada ha concluido; Vieri se niega a aceptar el designio del hado. Y sigue corriendo. Imprevisiblemente, con el primer toque alcanza el balón, que se humaniza respetando la voluntad del jugador, rindiéndose ante ella y acariciando la cal de la línea. Vieri se revuelve, y de la ética pasa a la estética. Con el segundo y definitivo toque, ordena que la bola trace un arco prodigioso. Ahora sí, Vieri, vencedor de la Física, se alía con la Geometría e inventa un ángulo imposible: los 180 grados que dibuja el esférico van de la línea de fondo al fondo de la portería.
La belleza ética, matemática y estética del gol de Vieri sintetizará, cuando el fútbol sea arqueología, la maravilla de un deporte que destruyeron los cursis, los fanáticos y los horteras.
Grazie mille, Christian.
Felicidades a los colchoneros, que también son un mito real del léxico social del español, por los tres goles de ayer. Quedarse con uno, sin saborear cualquiera de los otros dos, es una herejía que la arqueología futbolística no puede permitirse.
ResponderEliminarGracias. Tres cero y sin sufrir. No, si al final nos vamos a acostumbrar.
Eliminarel sublime arte es haber escrito estas líneas! "fuerza y honor" a los atléticos, y enhorabuena al profesor Garrote
ResponderEliminarMuchas gracias, amigo Luis. Ninguna recompensa mayor que tu comentario.
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