Mi buen amigo Manuel Jiménez, compañero de aulas hace sobre poco más o menos un siglo, cuando estudiantes capigorrones, pregona en Facebook, con la ironía que es herramienta de conocimiento, que en el anterior post de esta Literatura de la historia se me pasó quijotada, ‘acción propia de un quijote’. Que consten, pues, mi despiste y el palabro.
A Fernando de Rojas, que va el hombre sorteando los embates de los estudiosos para quitarle un trozo o toda la autoría de lo que él (o quien fuera) quiso titular —con escaso éxito— Tragicomedia de Calisto y Melibea, debemos otra serie léxica de origen literario: celestinesco, «relativo a la celestina», es decir, la «alcahueta» y, en la próxima edición del Diccionario de la RAE, la «persona que facilita o promueve de manera encubierta contactos con fines políticos, comerciales o de otro tipo»; en fin, celestineo, «acción de celestinear», que significa «practicar la función propia de una celestina». José Deleito y Peñuela, puesto con La mala vida en la España de Felipe IV (1950) a restaurar o reconstruir realidades históricas que yacían en documentos y otros textos, tiró de esa penúltima voz: «Muchas viejas o matronas tenían el celestineo por oficio» (I, iv, 13). Ahora lo desempeñan otros, hacendosos, con la cosa del pasteleo y del consenso.
Cuando uno consulta en el Diccionario de la Academia alguna palabra de la familia donjuanista, se tiene la impresión de estar leyendo un manual de literatura abreviado: donjuán se definió tautológicamente como «tenorio» entre 1970 y 1984, pero desde 1992 es «seductor de mujeres»; de donjuanesco se dice que es «propio de un donjuán o tenorio»; donjuanismo se explica como «conjunto de caracteres y cualidades propias de don Juan Tenorio». La entrada tenorio —«Galanteador audaz y pendenciero»— resolvía en 1899 que se trataba de una «alusión al protagonista del célebre drama de Zorrilla». Pero entre 1914 y 1992 la Academia cambió de opinión: «Por alusión al protagonista de El burlador de Sevilla».
Una extraordinaria mujer no estuvo de acuerdo con esta última filiación literaria. En su estupendo Diccionario de uso del español (1966-1967), María Moliner redactó sobre tenorio:
(aunque nombre propio, casi olvidada esta circunstancia por ser tan usual la palabra, se escribe con minúscula). «Don Juan». Del nombre del personaje del drama de Zorrilla, hombre que galantea a muchas mujeres.
Más atinada parece esta versión. Mientras la Academia define según el esquema del texto teatral, Moliner —que además remite al vocablo conquistador— lo hace de acuerdo con el uso de dicha palabra en los siglos XIX y XX. ¿Pero procede esa voz del magín de Tirso o de quien compusiera El burlador de Sevilla, o bien del protagonista del Don Juan Tenorio (1844) de José Zorrilla? En su edición actual, el Diccionario de la RAE sale conciliador al redefinir donjuán: «De don Juan Tenorio, personaje de varias obras de ficción». Y aún más al referirse a tenorio, el «hombre mujeriego, galanteador, frívolo e inconstante», «por alus[ión] a don Juan Tenorio, protagonista de obras de Tirso de Molina y de Zorrilla». Lógico parece pensar que tenorio derivaría más de este que de El burlador: no en vano, de la mayor parte de los libros solo se lee el título. Modos hay de verificar la suposición. Uno aproximado es consultar todas las ediciones del Diccionario académico, desde la inicial de 1726, lo cual puede hacerse en la web de la RAE. Como tenorio se acomodó en el Diccionario en 1899 y su sinónimo donjuán en 1970, esta prueba del carbono 14 lexicográfico remite, por proximidad de fechas, a Zorrilla.
Prefiero con todo detenerme a generalizar un segmento de la anotación de Moliner: el paso de la palabra originada en la literatura a la lengua de todos, un paso que ficcionaliza nuestra mirada sobre el mundo, es el salto desde la mayúscula hasta la minúscula. O desde el creador solitario hasta los hablantes que, en comunidad y comunicación, hacen común el verbo y el verso. Como los personajes de la segunda parte del Quijote, que han estado leyendo la primera, los hablantes-oyentes-lectores nos vamos quijotizando: asumimos la realidad generada por la literatura y —eso sí, en minúsculas— la aplicamos a la ¿tangible? con la que damos o topamos.
Quijotizar: verbo que también se me había olvidado. La Academia no lo registra, pero Unamuno lo utilizó al practicar el deporte romántico de subir montañas nevadas o recrear nacionalidades, ese inventazo liberal del XIX que dio la puntilla al Antiguo Régimen. El vasco Unamuno añadió a España la que consideró su biblia, el Quijote. Y sus admirados mosén Jacinto Verdaguer, archiganador de juegos florales, rurales o eclesiásticos, y Joan Maragall se sacaron de la manga metafísica Cataluña; y este, ya puesto y pasándose de frenada —preludiando a su nieto de ADN Pasqual Maragall y al putativo, Artur Mas—, hasta la Federación Ibérica. Así que éramos pocos y cantaron los abuelos: para que hoy pensemos según ficcionalizaron ellos, poetas llegados del Romanticismo. Autores de los guiones que interpretamos. Sin celestineos: reflexiva y libremente, quién lo duda.
Luego, cogida ya la carrerilla, agitamos banderas, coreamos octosílabos y votamos en verso.
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