La
biblioteca sería el mundo, según Hugo de Foleto y Jorge Luis Borges, pero la
librería con el aire acondicionado a tope apenas daba para Polo Norte. A Francesillo de Azcoitia su primo, el
correveidile pancrónico de Zúñiga, le estaba pegando un plantón de no te
menees. Así que, harto de esperar y medio congelado, salió del benemérito
establecimiento. Por la calle se dio a la tarea de repasar, con sus gafas
robóticas, Jot Down, inagotable
fuente de esperpentismo. En alegre compaña de otros transeúntes que, aplicados en
sus móviles aplicaciones o encerrados en el mundo virtual de sus tamagochis
parlantes —proyecciones de su yo social, o a lo menos de su brazo—, iban siendo
atropellados en tiempo real cuando venga de poner y recibir tuiters y guasaps vitales:
«mAñaNaa maKuEshto to
pRoNtiiKoOo». Y
zas, el trolebús que arrambla con el cani, por cruzar en rojo mientras mima
distraído su sintaxis emoticona.
Francesillo
de Azcoitia se había topado entre las páginas virtuales de Jot Down con una interviú a aquella novelista para lectores simples
que lo precisaban todo redactado muy clarito, o más bien nieblista de no enterarse o
niveísta de Nivea: Lucía Echevarría (en valenciano, Etxebarria), concursante
de reality. Quien ante el preguntador
pontificaba sobre sus muchas lagunas y largaba incoherencias en torno a lo
divino, lo humano y los mercados, por la cosa de crear su público objetivo.
Este, sintetizado en los lectores de la e-revista, la recreaba luego con comentarios
interactivos de mucho tino y mala leche, que no dejan de ser lo mismo. Y que eran,
como casi siempre, lo más interesante de la entrevista. Lo digital es lo que
tiene.
Daba
Francesillo otro clic y salía el abuelo Xavier Vidal-Folch haciendo gala olvidadiza de su
cobardía, que por si fuera poco atribuía, «en el buen sentido de la palabra», a
sus congéneres catalanes. Como si el tipo tuviera el gusto de conocerlos a
todos y estuvieran ellos cortados por un mismo patrón. Era la manía esa de hacerle
un puente de sinécdoques al censo electoral y al padrón municipal: todos los
que viven y votan en un lugar Equis son equistinos, de donde conforman un pueblo de voluntad y actitud unánime que, en consecuencia, parla
con única voz. Y nunca se equivoca la susodicha voz equistina. Leyendo las
respuestas de Vidal-Folch se entendían la mar de bien tantas derivas y hundimientos,
tantas derrotas y derrotes del ilustre periódico progre que, gestionado que fuera por arrepentidos falangistas de toda la vida, al parecer había medio
codirigido en la sombra.
Un clic
más, y se hallaba Francesillo ante el liberal, ex exiliado o lo que en cada
esquina fuere menester, Luis María Ansón, dedicado a concreto plan plurianual
de reinventar su biografía, empeño que había cobrado impulso tras
anglosajonizar su apellido en Anson: un
académico sin tildes. Tenía averiguado Francesillo que fue Anson, real academico, quien recomendó a Aznar que
pidiera porfaplís a Bush II que le
llamara Ansar en la intimidad, «my
friend Ansar», si aspiraba a dejar su huella en la Historia posando sus
piececillos sobre la mesita de caoba del Emperador demoaristocrático. Aquel resultó un pequeño paso para el
hombre, pero un gran paso para la Hispanidad.
En
tales lecturas y reflexiones andaba Francesillo de Azcoitia cuando se encontró
con José María P. H. Él y otro de los narradores de este verídico relato, amigo
por más señas de Francesillo, a quien se lo presentó una tarde, habían sido
compañeros, cuando estudiantes capigorrones ambos en las aulas de la vieja Complutense.
Bajo el brazo llevaba José María, que no gustaba mucho de los cacharros
electrónicos, un amarillento ejemplar de Estampa. Comunicó con el de Azcoitia su feliz contenido: entrevistado
en aquel número de la tal revista sobre El
ruedo ibérico y sus «novelas históricas» (que el esperpento desquicia los
asuntos, mas sin cometer falsedad), Valle-Inclán, que le echaba a todo mucho
morro, venía a decir que Francesillo de Zúñiga era discípulo suyo. Y lo situaba
por tanto «dentro de mi manera»:
Este género de literatura
satírica tiene una gran tradición. Brantôme, por
ejemplo, y entre nosotros y sobre todo, Quevedo. Muy curiosa y dentro de mi
manera es la Crónica burlesca de don
Francesillo de Zúñiga, bufón de la corte de Carlos V. Habla en la crónica
—probablemente apócrifa— de unas Cortes celebradas en Valladolid. Don
Francesillo de Zúñiga, o quien fuere, va pasando lista a todas las grandes
figuras y viéndolas a una luz traviesa y zumbona. La literatura satírica es una
de las formas de la canción histórica que cae sobre los poderosos que no
cumplieron con su deber.
Buscó Francesillo
de Azcoitia en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca
Nacional, marchosa base de datos con rima interna, la revista Estampa. Y luego escaneó, con sus Google Glass todoterreno, las
páginas 10-11 de aquel número 48, a la luz expuesto un 28 de noviembre de 1928.
Terminado que hubo, contó a su interlocutor que estaba viviendo como personaje
y conarrador una nibola
neoesperpéntica por entregas. Al ser incorporado a dicho relato, qué menos que
José María P. H. le pidiera noticias de tal estirpe de nivola, siendo que se le aseguraba escrita así la palabreja: nibola.
Con be
de bufón.
Con be de bufón...y de burla , befa, broma y bulla. Trabajo tiene el zumbón Francesillo con lo que acontece bajo el punzante y pulido garrote de Gaspar. Sospecho que las satíricas entregas no tendrán fin, nibolesco amigo.
ResponderEliminarAlgún fin habrá que ponerles, más pronto que tarde. En cuanto los poderosos cumplan con su deber. Un abrazo.
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