Cerrará
el doctor Gárate la sección II de su monografía, «La ciencia europea ante la
covada pirenaica» (pp. 37-58), citando —por qué no— a
Schuchardt. Si en 1912 afirmó este investigador austriaco que la covada vasca «sigue
incubándose a sí misma», en 1901 se había asombrado al constatar que la covada regresa
«siempre de nuevo del reino de la fábula, al que se la había enviado» (p. 57).
Hay un no sé qué —no me digan— de oxímoron en
la expresión ciencia social. Serán tal
vez los orígenes románticos de disciplinas como la etnología, el folklore o la
sociología, tan necesitadas de crear nuevos conceptos para estudiar o más bien
ondear: el pueblo, la cultura popular, esas abstracciones
que en el XIX cargó el diablo… para disparar con ellas en el XX. La
superstición de que las ciencias sociales cambian el mundo y tal. Aun siendo
nacionalista vasco, Gárate escribe: «Eso de Natur- y Cultur-
Völker me ha repugnado desde que lo estudié en el Bachillerato»
(p. 38). La de cosas, también es verdad, que se estudiaban entonces.
La bibliografía. Eso sí es una ciencia. Con
una que Gárate construyó sobre la covada
pudo deconstruir —inconsciente de tal palabro— la
social: «es difícil agotar una bibliografía. En cambio se pueden ver sus
relaciones de dependencia e inspiración, a veces hasta las mismas palabras y
erratas son llevadas de uno a otro» de los trabajos (p. 39). A base de ir
copiándose, los investigadores sociales
del XIX lograron estudiar —hasta en sus más recónditos detalles— un fenómeno,
la covada, del que podría aseverarse lo mismo que «Leopoldo Lugones del
canibalismo de los guaraníes: “Nadie lo vio”» (p. 38).
Ah, los investigadores: uno «desconoce el
euskera»; otro, con las prisas, «se detiene poco tiempo» a hacer trabajo de
camping; aquel «no observa que hay muchos bromistas», el de allá «no da nombre
alguno» (p. 45). Todos citan a los autores anteriores, nadie comprueba. Lo dejó
dicho Murray, otro asombrado por cómo laboraban sus colegas:
me ha chocado la forma en que esa declaración que un escritor
formula meramente como un se dice
sin ninguna base adicional, es repetida por
otro escritor como la afirmación de un hecho, en el que a menudo se cita al
escritor previo como un testigo […]. Todas las afirmaciones tardías parecen ser
repeticiones de Strabón y ampliaciones del mismo, referidas erróneamente al
estado presente. Nunca hay una autoridad coetánea que atestigüe un caso. Es
sólo una sarta de asertos (pp. 51-52).
Así se alza una tradición científico-social.
Y qué cuando las juntas de eruditos y
políticos. Éramos pocos y parió la abuela, con una retahíla de ancestros a la
espalda. La esencia del nacionalismo: congregar fantasmadas. En un congreso.
Ningún otro tipo de aquelarre hay más científico: «En el Congreso de la
Tradición Vasca de San Juan de Luz, en agosto de 1897, el señor Alexandre
Nicolay haciendo a toda prisa honrar a nuestros abuelos con una diosa llamada
Erditse, no dudó en hacer suyo el gratuito aserto de Chaho». Y pontificó:
Las cosas no sucedían entre los Vascos como en todas partes fuera
de ellos. Todavía el siglo último (el XVIII) el etxeko jauna vasco, convertido
en padre, se acostaba en el lugar de la andrea.
Los amigos, parientes y vecinos iban a
llevarle las felicitaciones que nosotros reservamos a la parturienta; es la
covada del uso antiguo (p. 46).
Ahí-va-la-hostia, así hablan los hombres de
raza, sí señor. Nada más necesitan los acólitos, tan sensiblemente dispuestos a
asentir. En vano el doctor Gárate se pone racionalista: «“El siglo último”, “en
otros tiempos”, “no hace mucho tiempo”... ¡qué precisiones! Pruebas si les
place, pruebas» (p. 47). A ver si nos entendemos: los creyentes no requieren
pruebas, don Justo, sino unanimidad. Propóngales usted una ideílla simple,
adjúntele una ciencia social de mucho modificar el mundo, congregue a la grey
en un congreso, súbase a largar un sacerdote de la ciencia del corta y pega… Y
vaya usted luego a pedir pruebas de nada, hombreyá.
Don Justo Gárate, médico él, se enfrenta a «este
espíritu popular» (p. 48) con sola su capacidad de análisis. Síntomas: «Si el
padre se acuesta unos ratos en la cama o en otra cercana a la parturienta, es
sin duda para hacerle compañía, que otras veces no necesita, de día al menos» (p.
37). El diagnóstico ya no es mágico (o resultón). Tampoco este otro: el «sentimiento
cómico y divertido es uno de los que se halla en el fondo en todo este asunto
de la covada» (p. 38), quizá «la expresión humorística y burlona de una
reacción contra un estado de derecho muy arcaico», el pirenaico, que hay que
ver «con qué favor trata a las mujeres»: «El papel del marido de la hija mayor
no era más que el de un primer servidor; de aquí las burlas fáciles que se han
hecho a esos pobres maridos, y sea en el Gers, sea en el Béarn, hay muchos
cuentos a su cargo» (p. 48).
Pero en vano razones: la atracción de «cualquier
rito unido al sexo» (p. 37) y la fascinación de «la fantasía poética» (p. 45) extendida
por los fabliaux (p. 50) terminó por
confundir a los etnólogos. Las nuevas disciplinas, tan orgullosas de su metodismo,
tan soberbias —en pleno siglo XIX, qué se nos va a resistir—, tan proclives al
errar: «Una falta de método de los etnólogos» les hizo sostener la existencia
de la covada «contra los filólogos, mucho más avezados por lo visto en evitar
un error» (p. 51). La palinodia de Webster al reconocer su equivocación de dar
por buena la práctica de la covada («Me parece que el argumento más serio en
pro de la existencia de la covada en los Pirineos en otra época, es la palabra
misma de covada») llegaba tarde: «La insensatez prendió como
yesca en los diarios y la rectificación era por demás vulgar y adocenada para
los mismos y su público, que sólo esperaba noticias inesperadas y gordas» (p.
54). Lo que faltaba: el sensacionalismo. El método muy siglo XIX de los etnólogos
franceses, ingleses y alemanes ante la covada, multiplicado por el oportunismo
político y periodístico. Una borrachera, vamos.
Qué sencillo el paso, en un plisplás, de la
etnología a la enología.
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