sábado, 7 de junio de 2014

III, 50. Del rigor de la ciencia social (1)

Alta disciplina lectora, o sea, máxima concentración, todos los sentidos de la memoria alerta y benedictina paciencia. Es lo que se requiere ante ciertas organizaciones textuales. Por llamarlas de alguna manera. Si he sido capaz de mantener esa disciplina —la Filología te entrena para alcanzarla— con uno de tales textos, trataré ahora de comprobarlo. Resumiéndolo.
Visto lo visto durante estos dos últimos siglos de Romanticismo tostón, pareciera que no, pero hay días en que el nacionalismo es compatible con el racionalismo. Digo: que se puede ser del PNV y sin embargo darse a desmitificar. Un caso: el doctor Gárate, médico humanista de quien ya me han oído hablar aquí, cuando enfrascado el hombre en una bibliografía sobre la covada, abundante e imprecisa. Mayores noticias ofrece José Ángel Ascunce, amigo sanchista y autor de la biografía bilingüe Justo Gárate Arriola (San Sebastián, 2000).
Se divirtió mucho don Justo con la covada, que estudió durante décadas. Al final, agarró todos sus papeles, fue y conjuntó una amplia monografía. Ficha al canto: Justo Gárate, «La covada pirenaica. Patrañas y fantasías», Zainak. Cuadernos de Antropología-Etnología, 2 (1984), pp. 7-148. Allí discute a Caro (Baroja) —a quien suele mencionar apenas por el primero de sus ocho apellidos vascos— y a todo quisqui que, a uno y otro lado de los Pirineos, ha dado crédito a Estrabón y a sus crédulos glosadores. Incluyendo a «los freudianos, esos homeópatas de la izquierda» (p. 36).
En la sección I de su deslavazado trabajo, «La fantástica historia de la covada vizcaína» (pp. 17-36), sostiene Gárate que ninguno de los farsantes que tratan de la covada vasca ha demostrado que existiera. Empezando por Estrabón, recolector de «bastantes leyendas inverosímiles» sobre una Hispania que nunca visitó, pero que «pareciera inspirar una religiosa veneración de momia a muchos lectores». Y siguiendo por las vagas leyendas medievales, a las que se suman, a principios del XVII, testimonios indirectos sobre una covada franco-pirenaica, que a su vez pasa a textos franceses del XVIII, dispuestos por médicos charlatanes y viajeros errados. Aún no se habían sumado a la fiesta los cronistas del XIX. Ah, el Romanticismo, esa gigantesca confabulación de fabulaciones: el origen aún de nuestra actualidad. Primera conclusión: las postales de los turistas que no se han bajado del crucero, sea Estrabón —al que Gárate volverá (pp. 63-65)—, sean los románticos, nada prueban. Y lo que no puede probarse, por muy asentado que se encuentre en textos antiguos, es falso (pp. 17-23). Lo vimos con Cervantes: el texto es testimonio para un racionalista; para los demás, prueba en sí mismo: «mucha gente cree que los antiguos no mentían y sí los modernos. Qué extraña paradoja en esta época, en que está mucho más expandido el espíritu científico, que obliga mucho más a la verdad» (p. 33). Conmovedor apunte de Gárate, afín a los de quienes siguen lamentándose tras este incipit supersticioso: «¡En pleno siglo XXI!...». Como si tachar fechas en un calendario fuera a mejorarnos.
La cuestión trasciende a la propia covada: «impostor voluntario» o al menos «entusiasta y carente de control crítico», un escritor suele afirmar «algo más de lo que puede comprobar». Se junta entonces el hambre con las ganas de comer: los autores, que «se aferran a lo extraño», y el pueblo, ese colectivo receptivo y pasivo que constituye un hábitat donde «los mitos y errores», con su «gran tendencia a conservarse y perpetuarse», encuentran inmejorable caldo de cultivo. A las razones que explican la covada, pues, cabe añadir esta otra, «literaria. El autor trata de epatar al lector con hechos desconcertantes que son la causa del éxito de escritores psicópatas» (pp. 31 y 33).
 «Nos han pasado cosas curiosas a los vascos», apostilla Gárate. Un poner: los engendros de la mente calenturienta o romántica —son sinónimos— de Chaho, aquel charlatán condenado al «infierno de la vida periodística provincial» que se inventó la leyenda del patriarca Aitor, al fin transformada en «algo prehistórico y seguro» (pp. 31-35). En 1848 la condimentó con la covada:

«La madre temía que mientras estaban los dos en la montaña al nacer el hijo, si Aitor se alejaba, podría morirse el hijo. Y para eso lo dejó a su cuidado, mientras que ella iba a buscar el alimento para toda la familia». Esa invención arbitraria del patriarca Aitor pasó al Espasa como vieja leyenda de la que se burla Unamuno en «La sangre de Aitor», llamando al falso patriarca «hijo de Chaho, que lo inventó» (p. 32).

Reglamentario proceso historiográfico de rigurosa ciencia social: a Chaho, «entusiasta de la progenie ibera de los vascos», le peta —o apetece— «que conservaran aquella costumbre que a los iberos atribuyó Strabón», «con una fantasía parecida»; y aunque «tenía un caos en su cabeza», Chaho se convirtió, a base de ser citado, en «la mayor autoridad para los escritores posteriores, según Murray» (pp. 33-34).
Mientras, ni rastro de una covada no textual. Con precisión de reloj, que para eso era suizo, Stoll preguntaba y preguntaba en 1890. Sin éxito. «Un vasco de Vizcaya» le sugirió «que la noticia de semejante “costumbre” procediera de un error»: hay noches en que la mujer vasca sustituye al hombre, «cuando éste se halla algo cansado, de manera que ella se levanta, por ejemplo, un par de horas antes, alimenta el ganado, etc., mientras que el marido permanece en la cama y toma consigo al lactante para calentarlo con su propio cuerpo». Otro encuestado por Stoll le escribió sobre «la couvade», una verdad construida por la costumbre de repetir:

sólo la conozco por los libros. Hace años que leí algo acerca de la misma, pero ya no me recuerdo dónde fue: luego vi repetido el dato en diversos lugares, pero ni en Vizcaya ni en ninguna otra comarca del País Vasco, conozco semejante costumbre, y le aseguro a Vd. que a pesar de mis esfuerzos, en las diversas provincias vascas, a nadie encontré que supiera de algo semejante. Las gentes consideran más bien ese dato como invención de una cabeza desocupada (mussigen), como invención de algún novelista (pp. 35-36).

Es carta que redactó Unamuno. Pensador o novelista.


1 comentario:

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