Alta
disciplina lectora, o sea, máxima concentración, todos los sentidos de la
memoria alerta y benedictina paciencia. Es lo que se requiere ante ciertas
organizaciones textuales. Por llamarlas de alguna manera. Si he sido capaz de
mantener esa disciplina —la Filología te entrena para alcanzarla— con uno de
tales textos, trataré ahora de comprobarlo. Resumiéndolo.
Visto
lo visto durante estos dos últimos siglos de Romanticismo tostón, pareciera que
no, pero hay días en que el nacionalismo es compatible con el racionalismo. Digo:
que se puede ser del PNV y sin embargo darse a desmitificar. Un caso: el doctor
Gárate, médico humanista de quien ya me han oído hablar aquí,
cuando enfrascado el hombre en una bibliografía sobre la covada, abundante e
imprecisa. Mayores noticias ofrece José Ángel Ascunce, amigo sanchista y autor
de la biografía bilingüe Justo
Gárate Arriola
(San Sebastián, 2000).
Se
divirtió mucho don Justo con la covada, que estudió durante décadas. Al final,
agarró todos sus papeles, fue y conjuntó una amplia monografía. Ficha al canto:
Justo Gárate, «La covada pirenaica. Patrañas
y fantasías», Zainak. Cuadernos de Antropología-Etnología,
2 (1984), pp. 7-148. Allí discute a Caro (Baroja) —a quien suele mencionar apenas
por el primero de sus ocho apellidos vascos— y a todo quisqui que, a uno y otro
lado de los Pirineos, ha dado crédito a Estrabón
y a sus crédulos glosadores. Incluyendo a «los freudianos, esos homeópatas de la
izquierda» (p. 36).
En
la sección I de su deslavazado trabajo, «La fantástica historia de la covada
vizcaína» (pp. 17-36), sostiene Gárate que ninguno de los farsantes que tratan
de la covada vasca ha demostrado que existiera. Empezando por Estrabón,
recolector de «bastantes leyendas inverosímiles» sobre una
Hispania que nunca visitó, pero que «pareciera inspirar una religiosa
veneración de momia a muchos
lectores». Y
siguiendo por las vagas leyendas medievales, a las que se suman, a principios
del XVII, testimonios indirectos sobre una covada franco-pirenaica, que a su
vez pasa a textos franceses del XVIII, dispuestos por médicos charlatanes y
viajeros errados. Aún no se habían sumado a la fiesta los cronistas del XIX. Ah,
el Romanticismo, esa gigantesca confabulación de fabulaciones: el origen aún de
nuestra actualidad.
Primera conclusión: las postales de los turistas que no se han bajado del
crucero, sea Estrabón —al que Gárate volverá (pp. 63-65)—,
sean los románticos, nada prueban. Y lo que no puede probarse, por muy asentado
que se encuentre en textos antiguos, es falso (pp. 17-23). Lo vimos con Cervantes:
el texto es testimonio para un racionalista; para los demás, prueba en sí mismo:
«mucha gente cree que los antiguos no mentían y sí los modernos.
Qué extraña paradoja en esta época, en que está mucho más expandido el espíritu
científico, que obliga mucho más a la verdad» (p. 33). Conmovedor apunte de
Gárate, afín a los de quienes siguen lamentándose tras este incipit supersticioso: «¡En pleno
siglo XXI!...». Como si tachar fechas en un calendario fuera a mejorarnos.
La
cuestión trasciende a la propia covada: «impostor voluntario» o al menos «entusiasta y carente de
control crítico», un
escritor suele afirmar «algo
más de lo que puede comprobar». Se junta entonces el hambre con
las ganas de comer: los autores, que «se aferran a lo extraño», y el pueblo,
ese colectivo receptivo y pasivo que constituye un hábitat donde «los mitos y
errores», con su «gran tendencia a conservarse y perpetuarse», encuentran
inmejorable caldo de cultivo. A las razones que explican la covada, pues, cabe
añadir esta otra, «literaria. El autor trata de epatar al lector con hechos
desconcertantes que son la causa del éxito de escritores psicópatas» (pp. 31 y 33).
«Nos
han pasado cosas curiosas a los vascos», apostilla Gárate. Un poner: los engendros
de la mente calenturienta o romántica —son sinónimos— de Chaho, aquel charlatán condenado
al «infierno de la vida periodística provincial» que se inventó la leyenda del
patriarca Aitor, al fin transformada en «algo prehistórico y seguro» (pp. 31-35).
En 1848 la condimentó con la covada:
«La madre temía que mientras estaban los dos en la montaña al
nacer el hijo, si Aitor se alejaba, podría morirse el hijo. Y para eso lo dejó
a su cuidado, mientras que ella iba a buscar el alimento para toda la familia».
Esa invención arbitraria del patriarca Aitor pasó al Espasa como vieja leyenda de la que se burla Unamuno
en «La sangre de
Aitor», llamando al falso patriarca «hijo de Chaho,
que lo inventó» (p. 32).
Reglamentario proceso historiográfico de rigurosa
ciencia social: a Chaho, «entusiasta de la progenie ibera de los vascos», le peta —o apetece— «que conservaran
aquella costumbre que a los iberos atribuyó Strabón», «con una fantasía
parecida»; y aunque «tenía un caos en su cabeza», Chaho se convirtió, a base de
ser citado, en «la mayor autoridad para los escritores posteriores, según
Murray» (pp. 33-34).
Mientras, ni rastro de una covada no textual.
Con precisión de reloj, que para eso era suizo, Stoll preguntaba y preguntaba
en 1890. Sin éxito. «Un vasco de Vizcaya» le sugirió «que la noticia de
semejante “costumbre” procediera de un error»: hay noches en que la mujer vasca
sustituye al hombre, «cuando éste se halla algo cansado, de manera que ella se
levanta, por ejemplo, un par de horas antes, alimenta el ganado, etc., mientras
que el marido permanece en la cama y toma consigo al lactante para calentarlo
con su propio cuerpo». Otro encuestado por Stoll le escribió sobre «la couvade»,
una verdad construida por la costumbre de repetir:
sólo la conozco por los libros. Hace años que leí algo acerca de
la misma, pero ya no me recuerdo dónde fue: luego vi repetido el dato en
diversos lugares, pero ni en Vizcaya ni en ninguna otra comarca del País Vasco,
conozco semejante costumbre, y le aseguro a Vd. que a pesar de mis esfuerzos,
en las diversas provincias vascas, a nadie encontré que supiera de algo
semejante. Las gentes consideran más bien ese dato como invención de una cabeza
desocupada (mussigen), como invención
de algún novelista (pp. 35-36).
Es carta que redactó Unamuno. Pensador o
novelista.
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ResponderEliminarit I am sure.
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