Para Marisa Solo
7
(15 de abril de 2015)
En
el mediateatrillo diario de los rigurosos comunicadores y los sabios creadores
de opinión, no era infrecuente que las papelas progresistas coincidieran con
las conservadoras. O al revés. Cierto día, un suponer, en que Felipe VI visitó
las instituciones del Sacro Imperio Romano Germánico, y los procuradores hispanos
del Parlamento confederal europeo le hicieron los honores. Los que todo lo
miraban notaron y cronificaron que el aguerrido o pacífico Pablo Iglesias,
excusándose por «saltarse el protocolo», donó entonces al Rey unos anillos
mágicos, o deuvedés, que contenían incrustados los cromos móviles de «la
popular serie Juego de Tronos». El
Imperio confederal, las monarquías, la vieja costumbre de regalar libros —ora electrónicos
ora miniados manuscritos— a los monarcas… Así como muy enraizado todo en esta
prolongada Edad Media:
Iglesias ha
confesado en varias ocasiones que Juego
de Tronos es su serie favorita. Perteneciente al género fantástico y de
inspiración medieval, la serie relata, con altas dosis de intriga y violencia,
la lucha por el poder entre varias familias nobiliarias (Abc,
15-4-2015).
La
adolescencia permanente y erudita de Iglesias, pirrándose por hallar
inspiración política entre princesas mágicas y hábiles enanos, agradar al barbado
Rey nuestro Señor y hacer de paso mucha, pero que mucha pedagogía: «Le he
regalado la serie, que espero que le guste y le dé algunas claves para entender
la crisis política en España». Pirrándose, en fin, por salir, despojado del
casco y en camisón de descanso tras el mucho batallar, en una foto real, «un
día después del aniversario de la república». Refiriéndose al parecer no a
esta, sino a la serie tronil, «pues no la he visto», contestó desde las alturas,
muy en su papel de irradiar Gracia, Su Majestad. «No hemos hablado de nada,
solo generalidades», manifestó el barbado diputado del Exterior, después de
pasado el sofocón de los guardianes del protocolo: «Queremos evitar que se
forme un tapón a la entrada de Iglesias» (eldiario.es,
15-4-2015).
Ante
los tapones, tan problemáticos de suyo, las generalidades. Que alivian mucho
esos instantes del tensionar.
6
(27 de agosto de 1987)
Discípulo
silencioso y solitario de Pierre Menard, no menos que deudor de la fecunda
poligrafía mauretista o morretiana, Ataúlfo Marconi dedicó no pocos años de su fatigar
bibliotecas a pergeñar una teoría de la parodia futura. Como es bien sabido, la
bibliografía académica más acendrada sostiene que un texto paródico (o TP, en
la aritmética lengua formal de los teóricos literarios) solo es eficaz cuando
el texto objeto de parodia (= TOP) es bien conocido —o cuando menos reconocido—
por los receptores del TP. Por tanto, el hipotextual TOP debe ser
necesariamente anterior al hipertextual TP.
Que
lo parodiado precede siempre a la parodia, vamos.
Rebelde
de raíz —o sea, de pensamiento— y nada proclive a regalos ni regates
intelectuales, Marconi se oponía a tal estado de la cuestión: convencido como estaba
de que la parodia es históricamente viable cuando el texto parodiado aún no se
ha escrito. A probar su intución dedicó, amén de diversas y dispersas
anotaciones, algún estudio que, a decir verdad, apenas ha tenido repercusión
científica, y mucho menos impacto. Los límites de cualquier trabajo que se
precie de inédito.
Contrario
como era a las taxonomías, muy en particular las crecidas al calor de las fiebres genettianas,
y declarado enemigo del nominalismo que inicia una indagación reproduciendo alguna
azarosa definición fijada en el diccionario académico, los escasísimos privilegiados
que han revisado copias manuscritas de los Floritemas
del amigo Ataúlfo, suelen repetir, en sus reducidos —cuando no secretos—
círculos, el punto de partida de esta obra, cuyo epílogo alza —o quizá propone—
como fecha de cierre un 27 de agosto de 1987: «La historia literaria, para quien
se la trabaja: el lector». Consecuente con tal principio, Marconi postula un
recorrido por la literatura o por la historia menos cronológico que topológico
euclidiano: sigue, pues, el orden de continuidad exacta de los libros
ordenados, por tamaños y colores de sus cubiertas, en las estanterías interseccionadas
de su biblioteca. Es que solo existe la historia, de la literatura o de
cualquier otro ámbito, afirma con deje sentencioso, «en la memoria disuelta o
libre del lector que merece ese título».
Alguno
habrá —quiero ahora suponer— que tenga la paciencia de esperar el final de esta
cuenta atrás.
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