Tal vez poco
tan interino como la dedicación política. Pero en el fragor de la arenga ardiente,
las agitadas manos del orador en la masa entregada, dispuesta a ser modelada por
la voz y el gesto del líder, se entiende que éste se piense eterno. Ahí está el
tribuno Cola di Rienzo para mostrarlo: «deslumbrada su imaginación por las
ruinas de Roma, quiso restaurar su prístina grandeza. Con sus fogosos discursos
logró levantar al pueblo, señalándole los restos del poderío pretérito» (S. Vranich,
«La
evolución de la poesía de las ruinas en la literatura española de los siglos
XVI y XVII», Actas del VI Congreso Internacional de Hispanistas, Toronto, University, 1980, pp.
765-768).
Quién fuera Nicola
Gabrini o Cola di Rienzo, a estas alturas puede saberlo apenas el memorión de Wikipedia. Pero a
mediados del siglo XIV, este olvidado político —esa redundancia— agitó
conciencias. Incluyendo la de Petrarca, su «amigo y admirador»: mientras iba «deambulando
por entre las ruinas» de la Ciudad Eterna, a Petrarca le duele Roma. Así que escribe
—era lo suyo— «cartas y versos sobre su grandeza pasada, comparándola con la decadencia
a que había descendido» y reacciona —señala Vranich— «contra el despojo total
de Roma». De la mirada de Petrarca que contempla los restos de las termas de Diocleciano van
a nacer el sentido historiográfico del paso del tiempo, el afán arqueológico —la
filología de las piedras—, la pasión patriótica y el sentir elegíaco
idealizante. En suma, la Modernidad. Nada menos.
En la fase electrónica y virtual de nuestra
Edad Moderna, esto se resuelve en forma de digitalización. Tal la espléndida de
Roma Reborn (2007-2013),
que pone ante nuestros ojos una reconstrucción con la que no soñaron los poetas
o los peregrinos de la Edad Media, tan aquejados de simbolismo y alegorismo. La
poesía medieval, en efecto, resalta, «sobre lo que son» la ciudades, «lo
que representan y significan ideológicamente». Así que Roma aparece como la
heredera de Jerusalén y de Troya, «el espacio de referencia de
los personajes del que regresan transformados […] tras una regeneración
espiritual»; como
toda urbe, Roma es irremediablemente presentada como «ciudad mítica e ideal»,
así en Manekine (s. XIII), de Philippe de Remy (F. Carmona
Fernández, «Cartago,
Escavalón, Maguncia y Roma: las ciudades en la literatura de los siglos XII y
XIII», Revista de Filología Románica,
3 [2002], pp. 27-48 [pp. 45, 28, 40 y 37-39]), cuyo argumento —todos los
caminos conducen a Roma con peripecias de princesas sin cuento— tanto me recuerda al Persiles (1617) de Cervantes.
«La Roma
imperial estuvo en escombros durante siglos», pero «los peregrinos» medievales tampoco
expresaron «reacción íntima ante las ruinas», y sólo será «el espíritu
humanístico el que descubre las ruinas como una herencia concreta de la gloria
del pasado clásico»: postpetrarquistas
como Poggio pondrán de moda «escribir sobre Roma y admirar sus ruinas»,
como ejercicio «de fina sensibilidad» (Vranich). La escritura estaba alumbrando
una nueva manera de ver y vivir.
En el caso
concreto de la ciudad en ruinas, fue el soneto Superbi colli el que dio con la fórmula poética exacta, a juzgar
por su numerosa descendencia. Publicado como de autor desconocido en las Rime de diversi nobili uomini et eccelenti
poeti, nuovamente ristampate (Venecia, 1548), fue atribuido desde 1575 a
Baltasar de Castiglione (muerto en 1529), según indican I. Pepe y J. M. Reyes
en su edición de F.
de Herrera, Anotaciones a la poesía de
Garcilaso [1580] (Madrid, Cátedra, 2001, p. 473). Herrera lo copió así:
Superbi colli, et voi, sacre ruine
che’l nome sol di Roma
anchor tenete;
ahi, che reliquie
miserande havete
di tante anime, eccelse e
pellegrine:
teatri, archi, colossi, opre divine,
trionphal pompe, gloriose
e liete,
in poco cener pur converse
sete
e fatte al vulgo vil favola
al fine.
Così se ben un tempo, al tempo
guerra
fanno l’opre famose, a
passo lento:
e l’opre, e i nomi insieme
il tempo atterra,
vivrò dunque fra miei martir contento,
che se’l tempo dà fine a
cio ch’è in terra,
darà
forse anchor fine al mio tormento.
Andrés
Rey de Artieda lo tradujo en sus Discursos, epístolas y epigramas de
Artemidoro (Zaragoza, 1605). Modernizo el texto que publicó J. Fucilla, «Notes
sur le sonnet Superbi colli. (Rectificaciones
y Suplemento)», Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, 31 (1955), pp. 51-93 (p. 62):
Sacros collados, sombras y rüinas,
que
mostráis lo que Roma un tiempo ha sido,
y
de los hombres que han prevalecido
conserváis las memorias
peregrinas;
arcos, teatros, fábricas divinas,
que
en cenizas el tiempo ha convertido:
ya
vuestra pompa la acabó y rüido
que
el nombre dilató y fuerzas latinas.
Y así, puesto que al tiempo
hicistes guerra,
todo
lo acaba el curso y movimiento
del
alígero tiempo cuanto cierra.
Viviré, pues, con mi dolor
contento:
que,
si con todo el tiempo da por tierra,
también
dará al través con mi tormento.
Desde
el inicio de la nueva mirada humanista, por tanto, los «teatri, archi, colossi, opre divine» se ponen en contacto
con el yo poético y su «tormento». El alegorismo medieval fue sustituido por el
ego moderno.
Lo iremos viendo: es que la
interinidad del poder consuela lo suyo.
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