La
Sala XVIII del Museo della Civiltà Romana expone
maquetas que reconstruyen la topografía de la Roma arcaica, desde los tiempos del
rey Tarquino hasta las décadas iniciales de la República. Próximas a un vado
del río Tevere (o Tíber) se alzan las siete colinas, a partir de cuyos primitivos
asentamientos se originó la ciudad. Son los colli
con que vimos a Castiglione
abrir su celebrado soneto, que no necesitaba título, pues, como solía ocurrir, iba
este encriptado en el verso inicial: superbi
colli = Roma. Recordémoslo en una segunda traducción española —anónima y más
fiel que la de Rey de Artieda—, que en 1904 rescató Foulché-Delbosc de un
manuscrito del siglo XVII, Espagnol 372 (fol. 252v), que
custodia la Biblioteca Nacional de Francia:
Soneto
a Roma
¡Oh soberbios collados y
sagradas ruinas
que
sustentáis el nombre de romanos!
¿Cuáles
reliquias hay en vuestras manos
de
sus excelsas almas peregrinas?
Teatros, coliseos, obras
divinas,
solemnes
pompas, triunfos soberanos,
convertidos
al fin en polvos vanos,
hechos
del vulgo fábulas continuas.
Si al tiempo con el tiempo
hacen guerra
obras
famosas a su paso lento,
el
tiempo con el tiempo las aterra.
Viviré, pues, con mi dolor
contento:
que
si el tiempo da fin a todo en tierra,
quizá
que dará fin a mi tormento.[1]
Desde los superbi colli, el poema desciende
hasta el mio tormento que enuncia como
clausura la voz poética. Hilo conductor de tal itinerario, el tempo, nada menos que cuatro veces
invocado en el por fuerza parco en palabras soneto. El tiempo, que lo disuelve
todo: las opre, los hechos de tantos
que fueron celebrados y el obrar innumerable de los antiguos romanos, hoy
apenas anime, terminaron en reliquie no más; y los teatri, archi, colossi, opre divine,
sintetizados en feliz fórmula de endecasílabo cuatrimembre, dieron en sacre ruine, otra consigna muy imitada
por quienes siguieran la senda de Castiglione. Monumentos y montañas, humanas hazañas
y de la naturaleza, acaban a su vez en la vil
favola de resonancias petrarquistas, o si acaso en reconstrucción; la de Tarraconensis (2003-2015), un suponer: arcos triunfales —de Tito, Septimio Severo y Constantino—, que tantos desfiles cobijaron; teatros como los de
Pompeyo y Marcelo, cuyas voces de espectáculo quedaron siglos ha silenciadas;
columnas, así las de
Trajano y Marco Aurelio, escalando hacia el cielo en homenaje a los colosos de
una Roma colosal… Todo lo miran los azules ojos deambulantes de Baldassare Castiglione,
todo lo admira un soneto que se queda de piedra recorriendo las piedras con
sentido.
Mas mira también
el poeta hacia dentro. Como con cualquier asunto, «cada autor utiliza el de las
ruinas con fines peculiares» (M. G. Profeti, «“Yo
vi la grande y alta jerarquía”: el tema de las ruinas en Quevedo», Criticón, 87-89 [2003], pp. 709-718 [p. 714]),
lo que supone que «las variantes sobre el tema» tenderán a ser «casi
inagotables» (Vranich). «Superbi colli…» se hace eco, sin más, de la destrucción que conlleva
el correr de las horas. Digamos entonces que antes de 1529 (año de la muerte
toledana de Castiglione), las ruinas de la ciudad son motivo menos de reflexión
moral que de constatación empírica. No otra cosa que objetivismo podría
esperarse de un embajador que tan bien teorizó sobre la discreta cortesanía.
Los
dos cuartetos de «Superbi colli…» describen una, que fue triunfal, Roma en
ruinas, y su primer terceto es ofrenda al tiempo, que aterra en cuanto supremo vencedor, según evidencia el caso romano.
La quiebra se produce en el último terceto, que el yo poético se dedica a sí
mismo: consuela constatar que, como el tiempo todo lo mata, terminará también
con mi dolor. El yo observador, que tan apenado —al fin lo sabemos— andaba de
acá para allá, calma su tormento contemplando
las ruinas y reflexionando sobre lo interino de lo que se presentaba como
eterno: jodido iba, pero contento
acaba.
Espléndida
tarea de encaje: en catorce versos, el mundo, el tiempo y la carne. «Superbi
colli…», soneto bitemático (las ruinas y un servidor), distribuye sus
materiales en un esquema que provoca la confusión entre la cantidad y la
calidad, según el modo en que la retórica ocupa un espacio físico, en el papel o por medio de ondas sonoras: ¿el tema principal es aquel sobre el que se engarzan más palabras (aquí, el 75% de la topografía del poema)? ¿El asunto de cierre, precisamente
por ocupar esa posición, transforma al tema primero en subsidiario? La interpretación
de un texto es, claro, tarea de los lectores. Tarea que multiplica sin fin las
resonancias de la partitura verbal.
[1] Modernizo el texto y la puntuación de la
versión que en 1955 publicó Fucilla (p. 62), y corrijo las lecciones cogallos y el tiempo (vv. 1 y 9). Fucilla ordena bibliografía sobre el soneto
de Castiglione y su descendencia española (pp. 52-53).
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