sábado, 13 de junio de 2015

IX, 29. Castiglione se queda de piedra

La Sala XVIII del Museo della Civiltà Romana expone maquetas que reconstruyen la topografía de la Roma arcaica, desde los tiempos del rey Tarquino hasta las décadas iniciales de la República. Próximas a un vado del río Tevere (o Tíber) se alzan las siete colinas, a partir de cuyos primitivos asentamientos se originó la ciudad. Son los colli con que vimos a Castiglione abrir su celebrado soneto, que no necesitaba título, pues, como solía ocurrir, iba este encriptado en el verso inicial: superbi colli = Roma. Recordémoslo en una segunda traducción española —anónima y más fiel que la de Rey de Artieda—, que en 1904 rescató Foulché-Delbosc de un manuscrito del siglo XVII, Espagnol 372 (fol. 252v), que custodia la Biblioteca Nacional de Francia:

Soneto a Roma
¡Oh soberbios collados y sagradas ruinas
que sustentáis el nombre de romanos!
¿Cuáles reliquias hay en vuestras manos
de sus excelsas almas peregrinas?
Teatros, coliseos, obras divinas,
solemnes pompas, triunfos soberanos,
convertidos al fin en polvos vanos,
hechos del vulgo fábulas continuas.
Si al tiempo con el tiempo hacen guerra
obras famosas a su paso lento,
el tiempo con el tiempo las aterra.
Viviré, pues, con mi dolor contento:
que si el tiempo da fin a todo en tierra,
quizá que dará fin a mi tormento.[1]

Desde los superbi colli, el poema desciende hasta el mio tormento que enuncia como clausura la voz poética. Hilo conductor de tal itinerario, el tempo, nada menos que cuatro veces invocado en el por fuerza parco en palabras soneto. El tiempo, que lo disuelve todo: las opre, los hechos de tantos que fueron celebrados y el obrar innumerable de los antiguos romanos, hoy apenas anime, terminaron en reliquie no más; y los teatri, archi, colossi, opre divine, sintetizados en feliz fórmula de endecasílabo cuatrimembre, dieron en sacre ruine, otra consigna muy imitada por quienes siguieran la senda de Castiglione. Monumentos y montañas, humanas hazañas y de la naturaleza, acaban a su vez en la vil favola de resonancias petrarquistas, o si acaso en reconstrucción; la de Tarraconensis (2003-2015), un suponer: arcos triunfales —de Tito, Septimio Severo y Constantino—, que tantos desfiles cobijaron; teatros como los de Pompeyo y Marcelo, cuyas voces de espectáculo quedaron siglos ha silenciadas; columnas, así las de Trajano y Marco Aurelio, escalando hacia el cielo en homenaje a los colosos de una Roma colosal… Todo lo miran los azules ojos deambulantes de Baldassare Castiglione, todo lo admira un soneto que se queda de piedra recorriendo las piedras con sentido.
Mas mira también el poeta hacia dentro. Como con cualquier asunto, «cada autor utiliza el de las ruinas con fines peculiares» (M. G. Profeti, «“Yo vi la grande y alta jerarquía”: el tema de las ruinas en Quevedo», Criticón, 87-89 [2003], pp. 709-718 [p. 714]), lo que supone que «las variantes sobre el tema» tenderán a ser «casi inagotables» (Vranich). «Superbi colli…» se hace eco, sin más, de la destrucción que conlleva el correr de las horas. Digamos entonces que antes de 1529 (año de la muerte toledana de Castiglione), las ruinas de la ciudad son motivo menos de reflexión moral que de constatación empírica. No otra cosa que objetivismo podría esperarse de un embajador que tan bien teorizó sobre la discreta cortesanía.
Los dos cuartetos de «Superbi colli…» describen una, que fue triunfal, Roma en ruinas, y su primer terceto es ofrenda al tiempo, que aterra en cuanto supremo vencedor, según evidencia el caso romano. La quiebra se produce en el último terceto, que el yo poético se dedica a sí mismo: consuela constatar que, como el tiempo todo lo mata, terminará también con mi dolor. El yo observador, que tan apenado —al fin lo sabemos— andaba de acá para allá, calma su tormento contemplando las ruinas y reflexionando sobre lo interino de lo que se presentaba como eterno: jodido iba, pero contento acaba.
Espléndida tarea de encaje: en catorce versos, el mundo, el tiempo y la carne. «Superbi colli…», soneto bitemático (las ruinas y un servidor), distribuye sus materiales en un esquema que provoca la confusión entre la cantidad y la calidad, según el modo en que la retórica ocupa un espacio físico, en el papel o por medio de ondas sonoras: ¿el tema principal es aquel sobre el que se engarzan más palabras (aquí, el 75% de la topografía del poema)? ¿El asunto de cierre, precisamente por ocupar esa posición, transforma al tema primero en subsidiario? La interpretación de un texto es, claro, tarea de los lectores. Tarea que multiplica sin fin las resonancias de la partitura verbal.
Embajador Castiglione, amigo Baldassare, qué espacio tan efímero y bien aprovechado.

[1] Modernizo el texto y la puntuación de la versión que en 1955 publicó Fucilla (p. 62), y corrijo las lecciones cogallos y el tiempo (vv. 1 y 9). Fucilla ordena bibliografía sobre el soneto de Castiglione y su descendencia española (pp. 52-53).



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