«El autor trata de epatar al lector con hechos
desconcertantes que son la causa del éxito de escritores psicópatas». Justo
Gárate extraía esta ley al explicar la falsedad de la covada (cfr. «III, 50. Del rigor de la ciencia social (1)») y asentar un principio universal sobre el vínculo
entre el hambre (un «impostor voluntario») y las ganas de comer (la innumerable
audiencia): un autor «entusiasta y
carente de control crítico», de esos que «se aferran a lo extraño», suele
afirmar «algo más de lo que puede comprobar», lo que
termina echando raíces en el pueblo, hábitat en que «los mitos y errores»
desarrollan su «gran tendencia a conservarse y perpetuarse».
Hay
enunciados que compiten aventajados con uno muy conocido: «Que la realidad no
te estropee un buen titular». «El microondas que sentó jurisprudencia», post
que ronroneó por aquí el otro día, enlaza perlas con fruición: el mito moderno o la leyenda urbana del gato
microondeado estará trazado por
«rumores», ¿vale?, pero, «no obstante,
rumores que han llegado a sentar jurisprudencia», dado que, «de un modo u otro, desde los ochenta, todos los manuales de
instrucciones de microondas incluyen una advertencia al respecto». Algo tal que
así, supongo: ¡Mucho ojito! No poner en marcha
tales electrodomésticos con felinos vivos dentro, vaya a ser que. Aunque la
impostora voluntaria del texto oscile
entre conceder que el hecho «sucedió» o dejarlo «simplemente» en «un rumor»,
llega con facilidad, desparpajo y ágil salto lógico de pértiga a una conclusión
en que la mentira y la verdad son idénticas:
Generar un rumor es
sencillo, pero sentar jurisprudencia no […]. De ahí que cuando la realidad
supera la ficción, sucedan cosas como las del gato y el microondas; incluso no
pudiendo comprobar la fuente, algo en los ochenta generó tal malestar hacia
dicho electrodoméstico que la ley tuvo que ponerse manos a la obra y legislar
al respecto.
¿Cómo
explicar este fantástico caso de posverdad jurídica o, diríamos, de jurisprudencia
imprudente? Pues, como siempre, enlazando piezas del pasado: algo ha tenido que
oír alguien en clase; o bien que durante el botellón del finde se le traspapeló
a ese alguien un folio de apuntes tomados con desgana; o… Qué va, qué va. Resulta
que alguien había oído bien: Alfredo Bullard, abogado y profesor universitario,
enumeraba en «¿Es el consumidor un idiota?
El falso dilema entre el consumidor razonable y el consumidor ordinario», Revista de la Competencia y la Propiedad Intelectual, 10 (2010),
pp. 5-58, «algunos casos que muestran el dilema entre un consumidor razonable y
uno ordinario», como por ejemplo —sí, lo han
adivinado—,
Una
mujer mayor solía secar a su gato, luego de bañarlo, colocándolo en su horno de
gas a muy baja temperatura (lo que ya es de por sí bastante idiota). Un día su
yerno le regaló un horno de microondas y no tuvo mejor idea que colocar su gato
y encender el horno «bajito».
El pobre gato falleció de una manera espantosa. El resultado no se hizo
esperar: el fabricante de microondas fue demandado por no haber advertido que
no se podían secar gatos en su producto. (p. 6)
Reconoce
Bullard que, en la serie que menciona, se cuelan «leyendas
urbanas, pero […]» pelillos a la mar: «[…] pero en cualquier caso reflejan que
muchas veces los consumidores cometen estupideces de las que los proveedores
son responsabilizados» (p. 7). Como en el post del 2016, ¿qué más dará si la
sentencia puede citarse o si nunca existió porque no hubo caso? Esta segunda
opción, además, ahorra la trabajera de consultar archivos y sortea por tanto el
peligro de que aparezca la sentencia de marras y haya que leérsela, subrayarla,
sintetizarla, conectarla con otras, pensar sobre ella… Lo que facilita la
operación de escribir sin parar. O de republicar: como el artículo sin duda lo
merecía, volvió a salir tal cual en el colectivo Ensayos
sobre protección al consumidor en el Perú, Lima, Universidad del Pacífico, 2011, pp.
183-229. Los fragmentos citados, pues, volvieron a repetirse (pp. 187-188) y
por tanto contribuyeron a esa gran tendencia de los errores a conservarse y perpetuarse que observó el doctor Gárate.
La
Gran Cadena del Ser Inexacto, diríamos, o que la cosa venía de antes: en «La
responsabilidad civil por daños causados por productos defectuosos. La Ley
22/1994, de 6 de julio», Jueces para la Democracia, 26 (1996), pp. 30-38, Rafael Sarazá
Jimena discurría sobre «la situación existente en Norteamérica, en referencia
al fenómeno conocido como litigation
desease, en la que se han dado casos de sentencias […] con condenas por
hechos grotescos», tal que el «del gato muerto al ser secado en el microondas»
(p. 38). En España, sin embargo, sí que sabemos: «Una simple hojeada a la
jurisprudencia del Tribunal Supremo nos muestra que los problemas planteados
ante los Tribunales no hacen referencia a señoras histéricas que meten al gato
en el microondas» (p. 38). Natural: apuntando al uso razonable y la presentación
(empaquetado, etiquetado, instrucciones, publicidad) del producto como aspectos
para calibrar su seguridad, la Ley 22/1994 española «no ampara absurdos como
los referidos por el profesor De Ángel Yagüez al comentar algunas sentencias
norteamericanas» en su Tratado de
responsabilidad civil (1993), «como las que concedían una indemnización a
una señora cuyo gato había muerto en el interior de un horno microondas» (pp. 32
y 34). Por fin. Se acabaron las tonterías: en 1993 hubo un profesor que hojeó las sentencias y comentó
la del gato microondeado y otras en un señor Tratado. Ahí tienen que figurar las fuentes exactas, la documentación
precisa, los detalles del caso. El lunes voy a la biblioteca de la Facul —o como se diga ahora— de Derecho
y lo pido en préstamo.
Que
recuerde, es la primera vez que deseo que llegue un lunes.
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