Extraeré de la reflexión que condujo sobre
la covada el doctor Gárate —copiándose entre ellos, los investigadores sociales del XIX estudiaron con gran detalle
este fenómeno, del que podría aseverarse lo que «Lugones del canibalismo de los
guaraníes: “Nadie lo vio”»— una segunda ley: «es difícil agotar una
bibliografía. En cambio se pueden ver sus relaciones de dependencia e
inspiración», pues «hasta las mismas palabras y erratas son llevadas de uno a
otro» de los trabajos (Literaventuras,
«III, 51. Del
rigor de la ciencia social (2)»).
Se verifica esta
ley en la que podríamos llamar bibliografía autoinclusiva, que ilustraba Bullard
republicando su artículo, acarreador de leyendas urbanas, en un libro
posterior. La
bibliografía autoinclusiva caracteriza al quizá más prodigioso de los vericuetos
—o vericuentos— que generan conocimiento: si algo se cita, nombra o
sale en el teleplás, existe; como existe, entonces se cita, nombra o sale en el
teleplás. Y vuelta a empezar. El
capítulo V del Tratado de responsabilidad
civil, Madrid, Civitas, 1993, ofrece más casos de estos.
«Me
permito reproducir aquí lo que en otro lugar escribí», indica el autor, Ricardo
de Ángel Yagüez, que en consecuencia vuelve a publicar (pp. 634-641) su
artículo «La posición del consumidor y el ejercicio de sus derechos», procedente
del colectivo Estudios sobre el Derecho
de consumo, Bilbao, Iberdrola, 1991, pp. 52-76 (ampliado luego en la
segunda edición de esta obra: Bilbao, Iberdrola, 1994, pp. 58-104). Nada que
decir sobre los sensatos cimientos de la tesis que construye el artículo
reconvertido en apartado de capítulo: el consumidor es «un contratante no
demasiado cuidadoso para con sus intereses (sus derechos)», dado que «no es
mucho lo que está en juego, incluso cuando en el proceder de la otra parte no
hay un correcto modo de actuar», pues apenas «se trata de soportar una pequeña
o pasajera contrariedad», y además la «tradición jurídica no parece estar
pensada para la reclamación por pequeñas cantidades o insignificantes
intereses»: «los jueces no están para pequeñeces» (p. 636). Esto explica que
sea «motivo de periódico (noticia) el
que se demande por el importe de una lata de conserva», aunque el panorama va
«cambiando» «por iniciativa de las asociaciones de consumidores y usuarios» (p.
637). ¿Qué ocurre, en cambio, en las «situaciones fronterizas con el abuso por
parte de los consumidores»? Que «en países que han sido o son considerados» «paraísos
del consumidor», cuyos jueces dan «acogida» a «frívolas y a veces hasta cómicas
reclamaciones», salta la «alarma» (p. 638). ¿Por ejemplo? Sí, sí, ya lo
imaginan:
Un
Tribunal norteamericano estimó la reclamación formulada por la compradora de un
horno microondas en cuyo interior había perecido un gato que allí puso su dueña
con el propósito de secarlo; el razonamiento de la sentencia es impecable en
términos generales: todo aparato susceptible de crear riesgos debe contar con
las necesarias advertencias sobre su uso y sus peligros por parte del
fabricante. (p. 638)
No me dirán que
el pasaje no ejerce cierta fascinación: «el
razonamiento de la sentencia es impecable», afirma el
jurista, pero en ningún lugar remite a dicha sentencia. Criterio de autoridad
en estado puro: debemos creer que De
Ángel Yagüez la ha
consultado porque la sintetiza y la valora, aunque no podemos comprobar que fuera
dictada, ni cuándo, ni por quién, ni, por tanto, verificar la tesis que
sustenta los argumentos. Que es para lo único que deberían emplearse las notas
a pie de página —en la que cito, por lo demás, inexistentes— en un trabajo
académico.
De
Ángel Yagüez menciona otras
dos resoluciones judiciales —la conductora fallecida al volante de un automóvil
que podía alcanzar una velocidad tres veces superior a la permitida y el accidentado
que se tiró con paracaídas no apto para neófitos— que tampoco documenta. Los
tres ejemplos sin sustento textual se convierten pronto en una «proliferación
de reclamaciones» de consumidores, que al parecer se conoce en Estados Unidos «como
litigation
desease»: «una
manía o tendencia patológica a acudir ante los Tribunales contra empresas», posibilitada
por el sistema «de juicio mediante jurado» de gentes iletradas en Tratados bien asentados, que favorece, como
es bien sabido, ¡«incluso a través del cine»!, «la actuación del abogado que
mediante una defensa muy encendida del cliente (y encaminada sobre todo a
impresionar al jurado) consigue sentencias que hoy por hoy serían impensables
en España» (p. 638). Ya se quedan más tranquilos nuestros sufridos fabricantes
de artilugios de todo pelaje —perdón por el gato— y condición.
Igual
que David
Trueba se refería, a propósito del minino microondeado, a esos «abogados norteamericanos, un clásico de su cine
y literatura picaresca», que «vivían de las demandas», Ricardo de Ángel Yagüez se
apoya en (la butaca de) el cine, o bien compara su sentencia invisible «con la
comedia o la literatura del absurdo» (p. 638). Leyenda urbana, mito moderno,
folklore, literatura picaresca, comedia del absurdo, cine: mientras demos por
bueno que el gato se achicharró en el horno-secador por culpa de su fabricante,
que tuvo al fin que poner un pastón por dejado y descuidado, la ficción sigue
conduciendo nuestros destinos. Que es —aunque ustedes ni lo noten— lo que suele
hacer.
Es
hora, pues, de que intervenga en este asunto don Vlamidir Propp.
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