sábado, 24 de junio de 2017

V, 22. Bibliografía con gato encerrado

Extraeré de la reflexión que condujo sobre la covada el doctor Gárate —copiándose entre ellos, los investigadores sociales del XIX estudiaron con gran detalle este fenómeno, del que podría aseverarse lo que «Lugones del canibalismo de los guaraníes: “Nadie lo vio”»— una segunda ley: «es difícil agotar una bibliografía. En cambio se pueden ver sus relaciones de dependencia e inspiración», pues «hasta las mismas palabras y erratas son llevadas de uno a otro» de los trabajos (Literaventuras, «III, 51. Del rigor de la ciencia social (2)»).
Se verifica esta ley en la que podríamos llamar bibliografía autoinclusiva, que ilustraba Bullard republicando su artículo, acarreador de leyendas urbanas, en un libro posterior. La bibliografía autoinclusiva caracteriza al quizá más prodigioso de los vericuetos —o vericuentos— que generan conocimiento: si algo se cita, nombra o sale en el teleplás, existe; como existe, entonces se cita, nombra o sale en el teleplás. Y vuelta a empezar. El capítulo V del Tratado de responsabilidad civil, Madrid, Civitas, 1993, ofrece más casos de estos.
«Me permito reproducir aquí lo que en otro lugar escribí», indica el autor, Ricardo de Ángel Yagüez, que en consecuencia vuelve a publicar (pp. 634-641) su artículo «La posición del consumidor y el ejercicio de sus derechos», procedente del colectivo Estudios sobre el Derecho de consumo, Bilbao, Iberdrola, 1991, pp. 52-76 (ampliado luego en la segunda edición de esta obra: Bilbao, Iberdrola, 1994, pp. 58-104). Nada que decir sobre los sensatos cimientos de la tesis que construye el artículo reconvertido en apartado de capítulo: el consumidor es «un contratante no demasiado cuidadoso para con sus intereses (sus derechos)», dado que «no es mucho lo que está en juego, incluso cuando en el proceder de la otra parte no hay un correcto modo de actuar», pues apenas «se trata de soportar una pequeña o pasajera contrariedad», y además la «tradición jurídica no parece estar pensada para la reclamación por pequeñas cantidades o insignificantes intereses»: «los jueces no están para pequeñeces» (p. 636). Esto explica que sea «motivo de periódico (noticia) el que se demande por el importe de una lata de conserva», aunque el panorama va «cambiando» «por iniciativa de las asociaciones de consumidores y usuarios» (p. 637). ¿Qué ocurre, en cambio, en las «situaciones fronterizas con el abuso por parte de los consumidores»? Que «en países que han sido o son considerados» «paraísos del consumidor», cuyos jueces dan «acogida» a «frívolas y a veces hasta cómicas reclamaciones», salta la «alarma» (p. 638). ¿Por ejemplo? Sí, sí, ya lo imaginan:

Un Tribunal norteamericano estimó la reclamación formulada por la compradora de un horno microondas en cuyo interior había perecido un gato que allí puso su dueña con el propósito de secarlo; el razonamiento de la sentencia es impecable en términos generales: todo aparato susceptible de crear riesgos debe contar con las necesarias advertencias sobre su uso y sus peligros por parte del fabricante. (p. 638)

No me dirán que el pasaje no ejerce cierta fascinación: «el razonamiento de la sentencia es impecable», afirma el jurista, pero en ningún lugar remite a dicha sentencia. Criterio de autoridad en estado puro: debemos creer que De Ángel Yagüez la ha consultado porque la sintetiza y la valora, aunque no podemos comprobar que fuera dictada, ni cuándo, ni por quién, ni, por tanto, verificar la tesis que sustenta los argumentos. Que es para lo único que deberían emplearse las notas a pie de página —en la que cito, por lo demás, inexistentes— en un trabajo académico.
De Ángel Yagüez menciona otras dos resoluciones judiciales —la conductora fallecida al volante de un automóvil que podía alcanzar una velocidad tres veces superior a la permitida y el accidentado que se tiró con paracaídas no apto para neófitos— que tampoco documenta. Los tres ejemplos sin sustento textual se convierten pronto en una «proliferación de reclamaciones» de consumidores, que al parecer se conoce en Estados Unidos «como litigation desease»: «una manía o tendencia patológica a acudir ante los Tribunales contra empresas», posibilitada por el sistema «de juicio mediante jurado» de gentes iletradas en Tratados bien asentados, que favorece, como es bien sabido, ¡«incluso a través del cine»!, «la actuación del abogado que mediante una defensa muy encendida del cliente (y encaminada sobre todo a impresionar al jurado) consigue sentencias que hoy por hoy serían impensables en España» (p. 638). Ya se quedan más tranquilos nuestros sufridos fabricantes de artilugios de todo pelaje —perdón por el gato— y condición.
Igual que David Trueba se refería, a propósito del minino microondeado, a esos «abogados norteamericanos, un clásico de su cine y literatura picaresca», que «vivían de las demandas», Ricardo de Ángel Yagüez se apoya en (la butaca de) el cine, o bien compara su sentencia invisible «con la comedia o la literatura del absurdo» (p. 638). Leyenda urbana, mito moderno, folklore, literatura picaresca, comedia del absurdo, cine: mientras demos por bueno que el gato se achicharró en el horno-secador por culpa de su fabricante, que tuvo al fin que poner un pastón por dejado y descuidado, la ficción sigue conduciendo nuestros destinos. Que es —aunque ustedes ni lo noten— lo que suele hacer.
Es hora, pues, de que intervenga en este asunto don Vlamidir Propp.


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