Al
leer un texto esperamos no sólo que nos dé la razón, sino encima que lo haga
del modo en que lo queremos. Ya saben: sujeto, verbo, predicado. Esa
simplicidad. El método de
la IAG, sin embargo y sin concesiones, resulta mucho más acorde con la complejidad del mundo.
Al que se supone que hacen referencia los textos.
Habíamos
dejado al náufrago de las Soledades
gongorinas a punto de comenzar a recorrer el trecho que le separa de una luz,
la del «farol de una cabaña», que apenas se distinguía en «aquel incierto /
golfo de sombras» (I, 59-61). Para relatar el trayecto de su peregrino, Góngora
se dispone a tirar de otros recursos de su mágico magín de poeta sorprendente:
fusión de sintaxis de dos idiomas, hipersubordinación, metaforismo… En efecto, el
armazón sintáctico de Soledades, I,
64-73, surge de una vuelta atrás que depara una neolengua que coctelea a la
madre latina con la hija española:
[…]
Y recelando
de
invidïosa bárbara arboleda 65
interposición,
cuando
de
vientos no conjuración alguna,
cual
haciendo el villano
la
fragosa montaña fácil llano,
atento
sigue aquella 70
aun
a pesar de las tinieblas, bella,
aun
a pesar de las estrellas, clara,
piedra,
[…]
Neolengua
en que desaparecen artículos imprescindibles en español e inexistentes en latín:
de [la] arboleda; [de los] vientos;
y en que, como en éste, el verbo principal queda muy diferido: Y (v. 64) [el peregrino…] sigue (v. 70). Por el contrario, el
complemento directo se sitúa aquí tras el verbo, tal que en español, si bien
desconyuntado, aquella (v. 70) […] piedra (v. 73), igual que ocurría con el
enlace negativo cuando […] no y con
el sintagma de […] conjuración (vv.
66-67). Entre el sujeto elidido y el verbo principal anidan los demás
complementos, presentados en compleja maraña sintáctica que es fruto del encaje
en menos de seis versos de tres oraciones subordinadas (OS): sigue à
recelando…OS1 à cuando
no…OS2 à
cual…OS3. Es decir: recelando
(v. 64) de invidïosa bárbara arboleda
(v. 65) interposiciónOS1, cuando
(v. 66) de vientos no conjuración algunaOS2, (v. 67) cual haciendo el villano (v. 68) la
fragosa montaña fácil llanoOS3 (v. 69). O sea: «Y desconfiando
de [la] arboleda, bárbara interposición envidiosa, cuando no de alguna
conjuración [de los] vientos, sigue atento, como el aldeano que convierte la escarpada
montaña en sencilla planicie, aquella piedra».
De
manera que el náufrago recorre el trayecto con la habilidad del ciclista dopado que escala como si llaneara, aunque tema que los árboles se
interpongan entre él y la luz, y que a ésta la apague el viento. Pero si
la luz del farol (v. 59) puede
apagarse, ¿cómo es que antes —dichosa realidad inestable— se la llamó rayos (v. 62) y ahora se asegura que es una
piedra (v. 73)? Una piedra demoradamente
descrita: «aun a pesar de las tinieblas, bella, / aun a pesar de las estrellas,
clara» (vv. 71-72). Es más, una piedra
móvil, a la que sigue (v. 70) el
náufrago. Quien corre hacia una luz poliédrica ya o cubista, que es —sucesiva
pero simultáneamente— farol, rayos y piedra, y tiene un único tamaño: el de su
esperanza de hallar refugio. Pónganse en la piel de este peregrino: es de
noche, pisa inhóspito y desconocido ámbito terrestre, va aún aturdido tras el marítimo
naufragio. El mundo, pues, se le presenta complejo, confuso, complicado. Sólo
la metáfora puede dar razón de un estado así de desconcierto y desasosiego: el farol, antes rayos, es ya piedra
que se mueve.
¿Una
piedra móvil? ¿Cómo? ¿Cuál? Adivinen. O descifren esta otra metáfora, ahora doble
y enigmática, escollo donde fueron estrellándose los cientos de comentaristas
de Góngora:
piedra,
indigna tïara,
si
tradición apócrifa no miente,
de
animal tenebroso, cuya frente 75
carro
es brillante de nocturno día.
Es
otra definición de crucigrama: «corona no digna […] del animal de las tinieblas
cuya frente es brillante carro que transforma la noche en día». Ocho o nueve —ya
estamos— letras. Sí, carbunco o carbunclo. «El carbunclo es un animal —fantástico,
por supuesto—», «nocturno» (tenebroso), «cuadrúpedo, herbívoro», que mencionan
textos de los siglos XVI y XVII que «arrancan de los relatos y crónicas del
Nuevo Mundo» y lo presentan llevando «en la frente» un carbunclo o rubí (mucha
corona o indigna tiara para
tal bicho) que «brilla en la
oscuridad» (cuya frente carro es brillante de nocturno día), según afloró I. Arellano, «Un pasaje
oscuro de Góngora aclarado: el animal tenebroso de la Soledad primera (vv. 64-83)»,
Criticón, 120-121 (2014), pp.
201-233 (p. 214), que añade:
y cuyo fulgor puede ocultar echando sobre él un
sobrecejo o párpado […]. Cuando se ve perseguido o se asusta, cierra el párpado
y desaparece en lo oscuro. A veces se le asocian rasgos que la tradición
atribuye a los dragones y su piedra (la draconites).
¡Piedra, farol o
rayitos! Qué bucle extraño:
el rubí sobre el asustadizo carbunclo.
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