Supongamos que otra historia sea posible. Una en que las
categorías que usaron los respectivos autores y sus lectores u oidores
contemporáneos, fueran las empleadas por el historiador literario, que las fue
hallando en los saltos del viaje en el tiempo que exige, sin prejuicios, el
estudio de lo pretérito. Y una historia, además, que tuviera conciencia de que
el pasado es el parto de los sucesivos futuros, de modo que vinculara entre sí
los textos con que se fuera topando por los meandros de un río que sólo fue
rectilíneo en la imaginación decimonónica. Que reprodujera, pues, las condiciones
de compañía discursiva que cumplen las operaciones comunicativas humanas: hipervinculándolas,
quizá.
Sea la
literatura sexual española, cuya historia aún no ha sido escrita. Natural: el
que pesa sobre el sexo es el más fuerte y duradero de los tabúes. Fuerza social
que, nutriendo de eufemismos, «retrata el ambiente moral»
(Márquez 2005: 687-688). Se irá viendo en el ocho veces secular proceso que
pretende cubrir esta sección XIII de Literaventuras.
Los ocho siglos
hermanan, en longitud de onda, a la literatura sexual y a la universidad,
pongamos por caso. Porque hasta la modernidad —sea lo que fuere lo que
signifique eso—, la literatura fue asunto de clérigos y caballeros. Aquellos eran
profesionales educados en las escuelas catedralicias y las incipientes
universidades del siglo XIII, de donde partían para integrar una
intelectualidad que, forjada de secretarios y escribientes, iban diseminándose por
cortes y ámbitos eclesiásticos (Lopes
y Silveira 1997: 22-24).
Las condiciones
materiales no daban de sí para garantizar la fuerte centralización del Papado
ni del Estado, carentes aún de controles inquisitoriales que redujeran los
modos y las expresiones de la obscenidad, la lujuria, la deshonestidad o las
alegres infracciones del celibato y la castidad. Sí había, en cambio, un
estricto calendario al que guiaba el cambio de humor de las sociedades dependientes
de la agricultura, según el cual cada ciclo anual reiteraba una secuencia
pautada por un momento de libre
discurrir carnavalesco, seguido de otro de ceniza cuaresma
restrictiva. Sabiendo que con el carnaval «la comunidad pretende de forma
primitiva mantener el control de sí misma» y «ofrece fuerte resistencia a que las
instituciones y leyes le arrebaten» tal capacidad, por lo que reacciona cuando aquellas
«intentan irrumpir en este ámbito o cuando cometen alguna transgresión contra
el cuerpo moral y de costumbres comunitario», según aseveró Fernández
Cuesta (1986), quien añadía que la carnavalesca «representación simbólica
de lo prohibido» «cumple una función de aprendizaje» de «lo que es el mal», no para
realizarlo, sino para rechazarlo: «después del tiempo de fiesta, las prácticas
y los valores quedan en su sitio», así que «el miércoles de ceniza» marca el
hito en que «la gente tiene que arrepentirse de lo que ha hecho».
Se apagaba
pronto la luz del día para dar paso a luengas noches de frío; pero la
naturaleza ordenaba que fuera la sexualidad practicada de mil modos, y la ley,
que fuera denigrada de mil maneras: los gozos, sí, y las sombras.
Imprescindible el sexo para cumplir con el mandato divino de crecer y
multiplicarse; prescindible para acatar el mandato divino de la castidad y el
celibato. La divinidad es que se contradice mucho, hablando como habla por boca
de sus elegidos; aquellos que conocen las cifras secretas de un lenguaje que,
no siendo al parecer del mundo, del demonio ni de la carne, da en inefabilidad.
Envés del
discurso oficial, segmentado en géneros serios y hasta sublimes, había asimismo
otro paródico, que los retorcía con inteligencia y carcajadas, con arsenal
eufemístico y espíritu carnavalesco. Ambos discursos procedían de los
intelectuales, que también se contradicen mucho. A los studia generalis
se iba para salir sabiendo latín. Género serio practicado y aprendido en esas primeras
universidades fue la disputatio, que en manos de clérigos que además de
académicos eran goliardos se transformó en otro género humorístico (Walde 2006).
La taberna y la academia: explosiva mezcla en que se agitan el escarnio, el
sexo y la risa, y que postula, como público inmediato de sus realizaciones
poéticas, a profesores y estudiantes que celebran su domeñar las materias
serias y los modos de expresarlas.
Sin tal dominio,
no
es posible la parodia.
[Procedencia de
las citas: F. Márquez Villanueva, «Eufemismos del Viaje
del Parnaso», Bulletin of Hispanic Studies, 82 (2005),
pp. 683-700; A. C. Lopes Frazão da Silva y M. Silveira Bejder, «O poema Elena y
Maria e os universitários salmantinos», Medievalia, 26
(1997), pp. 17-25; L. von der Walde Moheno, «Humorismo crítico: la Disputatio
entre Elena y María», Bulletin of Hispanic Studies, 83 (2006), pp.
163-181; E. Fernández Cuesta, «Hipótesis
sobre una función del carnaval», Gazeta de Antropología, 6 (1988),
10 pp.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario