Se estaba bien en la librería. Con su aire
acondicionado y todo. Un buen sitio para echar el rato y esperar. Mientras
hacía tiempo antes de encontrarse con Francesillo de Zúñiga, en la librería hojeaba
distraído Francesillo de Azcoitia el reciente Memorial global del mundo mundial, que su primo le había prometido
regalarle. Se lo iba a firmar, por supuesto. En la página 75, abierta —como
mandan los cánones— al azar, leyó: «A Franco, quizá por ser tan bajito, le
gustaba que le llamaran con superlativos: excelentísimo,
generalísimo… Cositas así. Y se
pirraba por ser encaramado al balcón más alto del Palacio de Oriente. Desde tan
imponente calza de gloria y mármol, oteaba —vigía sin descanso— los horizontes
de la reserva espiritual de Occidente. No se movían ni los futuros antifranquistas
con efectos retroactivos. De manera que las fotos salían la mar de bien.»
A Francesillo de Azcoitia esas líneas le dieron
para reflexionar. Los efectos del leer, que ni el aire acondicionado palía: Sin un palacio, un dictador queda como de
regional. Formalizar él solito semejante tesis conectó su mente con cierto
pasaje de Yo el Supremo, de Augusto
Roa Bastos:
El agua se volvió más roja. Desbordó en la creciente del
año setenta que por poco se lleva el melodioso palacio de don Melo. Cuando
entré en esta casa al recibir la Dictadura Perpetua, la reformé, la completé.
La limpié de alimañas. La reconstruí, la hermoseé, la dignifiqué, como
corresponde a la sede que debe aposentar a un mandatario elegido por el pueblo
de por vida.
Desde que le habían implantado unas Google Glass de prueba y error, Francesillo estaba hecho un
memorión. Robotizado, pero aún con ansias. Así que ansiando hallar conexiones,
se fue alejando de las estanterías dedicadas a Marketing, Informática, Economía
en Dos Tardes, Autoayuda, Manga y Novedades. No sin esfuerzo ni ayuda del GPS descubrió,
en una esquina, la de Literatura. Quedaba un ejemplar de otra novela del
dictador, El señor Presidente, de Miguel
Ángel Asturias: «Los mármoles de palacio están húmedos de sangre de inocentes»,
alcanzó a leer en su capítulo XVIII.
Francesillo corroboró raudo la hipótesis de que
los dictadores imitaban, con peor estilo, a los de la papela novelística. Por
eso tampoco dejaba de subirse Ceaucescu a su particular palacio. Este sí, en
Oriente: en Bucarest, por más señas. Días antes de que lo fueran a fusilar, Ceaucescu
seguía tan pancho, sin enterarse, arengando a las masas del Paraíso proletario.
Los camaradas mineros, hasta los mismísimos de sostener la igualdad —otra de
tantas falacias contemporáneas— a base de pico, pala y palos, subieron de las
profundidades minerales, por decirlo al modo de Pablo Neruda, cantor del
Paraíso que no llega ni a tiros, y se dieron una vuelta por Bucarest. Una mañana
de asueto conquistada a la policía política. Que venimos a montarle la marimorena al camarada secretario general.
Estaba el buen Ceaucescu alzado sobre las calzas arquitectónicas de su Palacio,
cuando la vanguardia del proletariado, tiznada de carbón, empezó a gritarle «Drácula,
Drácula, Drácula…». Todo esto en rumano: «Drá-culá, Drá-culá, Drá-culá…». Francesillo
recordaba la cara que se le quedó —días antes de que lo fusilaran, por ver de
salvarse ellos, sus camaradas del Partido— al adalid del pueblo. Pasmado total.
Más o menos el mismo pasmo proyectado en forma de
fruncimiento por Rajoy, en el Palacio de la Moncloa, ante la pregunta de un
periodista rumano, Ciprian Baltoiu:
Es para saber cuándo y cómo vas a responder a todas las
acusaciones que vienen en el caso Bárcenas. ¿En frente del parlamento, de un
juez o en un discurso como el pasado febrero? Muchas gracias.
Ahí, Cipriano, tómate algo —había pensado Francesillo—, con un par y más chulo que un ocho. Francesillo comunicó por
Facebook con su amiga Helen Crossbow: «En un rumano fetén y fardón que hasta
entendimos los de Carabanchel Alto. ¿Ves tú? Cipriano le pregunta en rumano y
Mariano deja de hacerse el sueco. Para que digan luego las malas lenguas que el
Presidente que-tan-bien-maneja-los-tiempos no sabe idiomas.» Que no, que Baltoiu
hablaba en «un perfecto español», le corrigió Helen al enlazarle la noticia de El País, escuela de rigor donde las haya.
Pero el batiburrillo de la actualidad se ordena y
comprende mejor desde el esperpento.
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