«Está en su mano inmortalizar Albacete», repentiza el Autodidacta en La
Rosa de Alejandría (1984). Uno de tantos lugares de La Mancha: la
literatura es que tiene mucho mando. En general, el arte, ese almacén de ocurrencias,
sublimes y de las otras, que la vida imita sin cesar: «desde que el cine es
cine los criminales reaccionan como los criminales cinematográficos», afirma cargado
de razón Vázquez Montalbán en aquella misma novela suya. Se entiende que de la literatura
mane una de las principales fuentes de conocimiento científico —el que se difunde
mediante acrónimos y siglas— sobre la conducta humana.
Lo reconoce Castilla del Pino («Freudismo», El País, 3-12-1989), quien, ante
la incapacidad de la psiquiatría y la psicología para orientarse por el
embrollo ese de la psique, traza el mapa de los tres manantiales donde en puridad
se obtiene el preciso hilo
de Ariadna. Además de la presuposición de las malas intenciones y de la
filosofía moral, este otro:
la literatura,
más concretamente el teatro y la novela: Esquilo, Sófocles, Eurípides,
Shakespeare, Cervantes, Stendhal, Flaubert, Dostoievski, Proust, etcétera, son
omnipotentes con sus criaturas y nos hacen ver en ellas lo que en la vida
sospechamos de los demás: la doble, y hasta triple, intención. Además poseen la
capacidad de persuadirnos de que la cosa es así y no de otra manera. Es una
literatura de la complejidad: por eso volvemos insistentemente a ella. Es,
desde luego, literatura, pero es, además, sabiduría, porque de la literatura se
nos hace pasar a la vida, y la vida a que ahora aludimos no es, naturalmente,
la del biólogo, sino la del vivir del hombre.
¿Qué
fuera de la Psicología sin los versos de Sófocles y Ovidio, que inspiraron para
describir complicados complejos, sean —no sé— los de Edipo y Electra, y otros
anacrónicos males, como el narcisismo, basados asimismo en malas lecturas
interesadas de los textos originales?
Como
las banderas, muy siglo XIX es la Psicología, esa rama de la mitología y la
literatura. No menos siglo XIX que el bovarismo, pongamos que es el síndrome de
Stendhal. Que figura en el catálogo de los discípulos de Freud como «enfermedad
psicosomática que causa un elevado ritmo cardiaco, vértigo o incluso
alucinaciones cuando el individuo es expuesto a una suerte de sobredosis de belleza», según recordaba
Rocco Mangieri en Tonos Digital, 15 (2008).
¿Y
qué sería del psicoanálisis sin Cervantes? Para poder leerlo, Freud aprendió
español. Aún más: entre 1871 y 1881, el joven Sigmund y su amigo
Eduard Silberstein mantuvieron epistolarmente una Academia Española o Castellana.
Firmando todas con el nombre de Cipión,
Freud escribió total o parcialmente en español la mitad de sus setenta cartas a
Silberstein, que suscribía como Berganza.
No se puede afirmar que el 12 de diciembre de 1871 hubiera Freud superado el
nivel A1 de ELE, de haber cumplimentado examen en el Instituto Cervantes:
Le ruego á Vm.
que vine mañana debajo a la setima clase, porqué no habrá tiempo de venir á el.
Quedo su
atento servidor
Cipion
Sin
embargo, en la prueba del 13 de junio de 1875, Sigmund había madurado y mejorado
pero que mucho:
Parece que no
sabeis, Señor Don Berganza, como os habeis de llamar, pues que a vuestra carta
de 2. Junio suscribís Cipion, lo que es usurpacion de mi nombre. Pero si
quereis que mudemos de nombre […], consiento y espero vuestro arbitrio.
El que hasta
ahora se llama Cipion
El
caso es que El coloquio de los perros
cervantinos, no menos que el Quijote,
formó parte de la educación sentimental de Freud. Lo ha relatado, entre otros, Edward
C. Riley en Cervantes, 14 (1994), cuyo artículo se abre con
oportuna cita de Cipión, digo, de Freud: «In the realm of fiction we find the
plurality of lives we need». Ya había mostrado Riley, en Modern
Language Review, 88 (1993), las
conexiones entre el psicoanálisis y el diálogo que, antes de que se clausuraran
las Novelas ejemplares, sostuvieron
los cervantinos perros Berganza, autobiógrafo y paciente, y Cipión, analista.
¡Qué
tiempos, ay, los de Freud y Cervantes, en que los males se curaban dialogando!
Habría urgentemente que girar apropiada circular a todas las AMPAs para avisar
de que no empastillen más a sus criaturas matriculadas, ni atosiguen a los
profesores de ESO con tanta TDAH y otras enfermedades
inventadas por la filantrópica industria farmacéutica y sus científicos secuaces.
Pues que los niños se curan, o no enferman, hablando con ellos y contándoles
historias o leyendas. Y al que de verdad sea TDAH, que lo llamen por su propio
nombre, HDP, tal como ya figuraba en los prospectos de las reboticas de cuando Fernando
de Rojas.
O
sea, de cuando Elicia, que en las tutorías se expresaba sin tantas zarandajas: «O
hideputa el pelón, e cómo se desasna» (La
Celestina, XVII).
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