sábado, 26 de abril de 2014

XI, 4. Unas interviús

La Biblioteca Nacional de España cometió en su día el exceso de considerarme experto. Que me incluyó en un programa suyo de mejora y me envió un cuestionario. Por algún sitio andarán las preguntas y mis respuestas, de las que recuerdo ahora esta: la digitalización masiva de sus fondos. La Red va aboliendo distancias, y eso hay que aprovecharlo en el estudio, supongo que razoné, sobre poco más o menos. Debimos de ser varios los que, consultados, coincidimos. Y como no es frecuente, lo subrayo: fuimos atendidos. Ahí van desde el 2008, y en crecimiento constante, la Biblioteca Digital Hispánica o la Hemeroteca Digital.
En la BDH busco y encuentro bastantes obras de José María Carretero, escritor y periodista, que se dice hoy. Bajo su habitual seudónimo de El Caballero Audaz, con el que firmaba sus célebres novelas eróticas, Carretero coleccionó las numerosas entrevistas que mantuvo con tantos personajes que pueblan hoy los cronicones de historia y de literatura. Por Lo que sé por mí (Confesiones del siglo). Serie I, Madrid, Mundo Latino, 1922, desfilan autores como Palacio Valdés, Galdós, Pardo Bazán, Unamuno, Azorín o Baroja, periodistas como Cavia, políticos a los que, como Maura, defenestraron sus compañeros de partido. Ese acto predilecto de los afines. Galdós elogia lo suyo —que para eso prologó el libro— las «famosas interviús» de El Caballero. Y a renglón seguido rechaza el entonces neologismo:

¡Ah, las interviús! Este terminacho estrambótico se me atraviesa como espina que se clava en mi lengua […], y lo desecho, sustituyéndolo por la expresión más castiza de coloquios, y mejor aún, confesiones (pp. 7-8).

Se ve que Carretero hizo caso a su maestro. Repárese (que se decía) en el subtítulo de Lo que sé por mí: la interviú como confesión. Ahí es nada. En cambio, Azorín, «buen maestro» que «no está dotado de la elocuencia» y «tartamudea acentuadamente» (pp. 174-175), se pone más en plan solemne: «un periodista, cuando celebra una conferencia con un personaje […]» (p. 181). Como los demás escritores entrevistados, Azorín revela que apenas gana dinero con sus libros. Que vivir, vive del periodismo. Es que El Caballero Audaz pregunta a todos por este asunto. La pregunta del millón, por ser precisos. Emilia Pardo Bazán llevaba bien echadas sus cuentas entre 1886 y 1916: «calculando todos los años, uno por más y otro por menos, a quince mil pesetas, son unos noventa mil duros» (p. 153). Normal que el joven y audaz Caballero decidiera que, para amasar dinero escribiendo, lo mejor fuera hacer mucha novela sicalíptica. El primer fenómeno de bestseller en España.
Por estas páginas vemos al periodista Carretero visitar las casas de los entrevistados, costumbre que hoy ha quedado para los colorines del Hola, donde gentes que nada tienen que decir, pero sirven de modelos a otras innumerables, enseñan mucho sus muebles, sus diseñitos, sus piscinas soleadas, su vacío a toda página.
Unamuno, por el contrario, aquella metralleta del pensamiento, fue entrevistado en La Residencia de Estudiantes: «nos habla casi con soltura, a ratos con rudeza, con virilidad, y es tan elocuente y tan nerviosa su charla, que a veces involucra asuntos distintos» (pp. 142-143). Unamuno es que era de dispararse pronto. Aunque tratara de pedagogía. Da clase, afirma, «de una forma absolutamente práctica. Yo no comprendo cómo un señor se queda tan satisfecho de sus alumnos después de haberles colocado un discurso que no lleva más finalidad que entrenarse en la palabra. Esa forma de enseñanza tiene que desaparecer» (p. 144). Ya ven: un siglo esperando a Bolonia. Y ya puestos, el rector se lanza:

Eso de la enseñanza en España es una cuestión de ética. No creo que se tenga que legislar mucho, sino cumplir lo legislado… Que no se tomen las cátedras como trampolín para fines políticos. Allí, en Salamanca […], el profesorado es algo mejor y, por lo menos, da clase diariamente. Y al que no, le reintegro la paga, como ya he hecho con dos […]. Pero es que la cuestión de la enseñanza no estriba más que en una cuestión de ética: cumplir y hacer cumplir con la obligación […]. Por lo pronto, urge una selección de profesores; hay infinidad que están caducos; muchos, que están locos; otros, tontos, y casi todos, como si se hubiesen muerto, porque no aparecen por la cátedra; y a esos hay que echarlos, por inercia, y traer gente que coma la ración, pero que dé vueltas a la noria (pp. 146-147).

Unamuno en estado puro, sin corporativismo ni miedo al qué dirán. Ni a los matriculados: «Si los estudiantes, en vez de ir a las huelgas sin objeto, sin finalidad práctica, fueran a la huelga cuando el profesor no les enseñase, entonces esos catedráticos no existirían» (p. 147).
Tampoco es que por entonces todo escritor tuviera cosas que dejar dichas. Baroja, por ejemplo, médico rural y panadero, «que por justificar mi paso por la Tierra sigo escribiendo novelas y más novelas» (p. 205). Ya. La entrevista, de 1915, acabó como el rosario de la Aurora: «Las galeradas de esta interviú las leyó y corrigió el Sr. Baroja […]. Pues ¿cómo no corrigió usted lo de Oscar Wilde?... ¿No sabía usted entonces si le conocía o no?…» (p. 212).
Qué tiempos los de El Caballero Audaz y Unamuno, aún no inficionados por el consenso y lo políticamente correcto.


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