lunes, 16 de enero de 2017

IX, 35. Luis de Vargas, «desempedrando las calles»

Para mi amiga Esther Huete, que leyendo
estas Literaventuras me sugirió la cita de Lorca

Valera publicó Pepita Jiménez en cuatro entregas del tomo XXXVII de Revista de España, números 146-149 (28-III-1874, 13-IV-1874, 28-IV-1874 y 13-V-1874). Aunque con vistas a la posterior edición de la novela como libro (Madrid, J. Noguera, 1874) pulió el texto —lo estudió Ana Navarro (CILH, 10 [1988], 81-103), quien mencionaba los descuidos que el autor reconocería en 1897—, pudo haber escapado a su control cierto detalle. En carta del 4 de abril, previa (claro) a la ya citada del 4 de mayo, Luis de Vargas, quejándose del ajetreo del campo, indica: «aquí me paseo mucho a pie y a caballo»; frase que, procediendo de la primera entrega de Revista de España (página 160), se estampó idéntica en la edición Noguera (página 40). ¿Minucia? Si a caballo se refiere a montar cuadrúpedos, como una mula, lo es; de lo contrario, quizá en su plan primigenio era ya caballista Luis, pero, a medida que iba escribiendo, Valera apreció la fuerza del motivo (¿o estereotipo semántico?) del enamorar ecuestre. Y decidió explotarla, mediante el expediente de cambiar planes y desdecirse, sin corregir la incoherencia narrativa.
Incoherencia que conduce a que, en un pispás —que en su caso ya no en un santiamén— de apenas una semana, Vargas se transforme en expertísimo jinete. En sucesivas epístolas expone Luis su abandono de la mula en simultaneidad con su cada vez más estrecha relación con Pepita: una progresiva secularización. El 7 de mayo había descrito a Lucero, un «caballo negro, hijo de un caballo árabe y de una yegua de la casta de Guadalcázar, saltador, corredor, lleno de fuego y adiestrado en todo linaje de corvetas». Al finalizar su vertiginosa iniciación hípica o profana, Luis abandona la sotana, monta sobre Lucero y cabalga ante su orgulloso padre, ante los asombrados vecinos, ante Currito, que no le había apreciado «mientras no fue más que teólogo», y después «le veneraba […] desde que le había visto montar tan bien en Lucero», según referirá el Deán en el capítulo II de la novela, «Paralipómenos».
Y, cómo no, cabalga ante Pepita, a quien enamora del todo. Relata la carta del 12 de mayo que Luis, a instancias de su padre, entró en el pueblo «por lo más concurrido y céntrico, metiendo mucha bulla y desempedrando las calles»; luego pasó por «la de Pepita, quien de algún tiempo a esta parte se va haciendo algo ventanera y estaba a la reja, en una ventana baja, detrás de la verde celosía»: el espacio habitual del galanteo. Tras ese muy sugeridor desempedrando las calles, Luis culmina el recuerdo de su proeza, alcanzada en sintonía con su montura:

No bien sintió Pepita el ruido […] se puso a mirarnos. Lucero, que, según he sabido después, tiene ya la costumbre de hacer piernas cuando pasa por delante de la casa de Pepita, empezó a retozar […]. Yo quise calmarle, pero […] se alborotó más y más y empezó a dar resoplidos, a hacer corvetas y aun a dar algunos botes; pero yo me tuve firme y sereno, mostrándole que era su amo, castigándole con la espuela, tocándole con el látigo en el pecho y reteniéndole por la brida. Lucero […] se humilló entonces hasta doblar mansamente las rodillas haciendo una reverencia.

Esa noche, una Pepita entusiasmada recibió a Luis y, contra la costumbre y el recato, le alargó la mano. Como la Novia dirá mucho después a Leonardo en las Bodas de sangre (1933) lorquianas, donde el corcel desempeña una función dramática esencial en el proceso amatorio, «Un hombre con su caballo sabe mucho y puede mucho para poder estrujar a una muchacha metida en un desierto» (II, i). Poder, pudo en efecto lo suyo Luis de Vargas, que no había desempedrado las calles en vano. Su amor con la dama estaba servido.
Por un caballo bien adiestrado.


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