sábado, 11 de febrero de 2012

III, 7. Invito yo

Y el champán seguía corriendo. Octubre de 1599. De gira está la marquesa de Denia, esposa del duque de Lerma, todopoderoso privado (diríamos: primer ministro) de Felipe III. El día 12 visita la dama una espléndida finca en Tablantes, cerca de Sevilla. Nueve años antes, el ya terrateniente Gaspar de Arguijo había comprado ese cortijo en una subasta.
Cierta crónica, debida quizá a Juan de Henestrosa, que formó en la comitiva de la santa del number one, relataba:

vinieron a comer a Tablantes, casa de campo de don Juan de Arguijo, la mejor del Andalucía, y más bien aderezada de riqueza y vistosidad. Salieron a recibilla el dicho don Juan, que hizo la costa: comida la más espléndida que su Señoría hubo. Con él vino el marqués de Santa Cruz, don Martín Portocarrero, hermano del marqués de Villanueva, y don Fernando de Guzmán, Luis del Alcázar, don Pedro de Sandoval y otros caballeros. Y estos y los que venían comieron —el conde y mi señora la marquesa, aparte— […].[1]

Hizo la costa... pero más que costear, Arguijo dilapidó una astronómica suma para recibir a la dama y al séquito de nobles gorrones. Sin embargo, ni siquiera pudo almorzar junto a la homenajeada. Todos los ducados del concejal resultaban insuficientes para acceder hasta su marquesado. Según las Efemérides manuscritas del maestro Sebastián de Villegas, en tal agasajo «y en otras ostentaciones», Arguijo «gastó 20.000 ducados que tenía de renta y quedó pobre, retraído toda su vida». Dejemos este quedar retraído o escondido para más adelante.
El Arguijo que en sus sonetos empleó la historia y la mitología clásicas como almacén de exempla para una doctrina moral, terminaría a su vez transformado en ejemplo por Cristóbal Suárez de Figueroa en el Alivio X de El pasajero. Advertencias utilísimas a la vida humana (1617), a cuento de aquel dispendioso, e inútil, recibimiento:

Lo que me suele provocar a más risa que lástima es el exceso con que algunos presentan, sin poner los ojos en la futura calamidad derivada de su desorden. En una ocasión de agasajo (sin tocarle) sé yo quién consumió dieciocho mil ducados de renta, en virtud de quien [sic] quedó pobre y retirado, sin que de la persona que pretendió obligar le viniese género de remuneración.

El capitalismo, ciclotímico, viene sobreviviendo en su pastorear vacas gordas y flacas, en su alternar bonanzas y tormentas… ya antes de existir. Se sabe, aunque quiera siempre olvidarse. Así que, durante aquella derrochona belle époque sevillana, ¿quién iba a imaginar la inminente catástrofe?
Arguijo tampoco.

[1] José Martínez Jiménez, «Visita de la marquesa de Denia a Sevilla», Archivo Hispalense, 2ª época, V, 12-14 (1945), pp. 373-377 (p. 374); Gaspar Garrote Bernal, «Estampas sobre Juan de Arguijo y sus contemporáneos», Lectura y Signo, 1 (2006), pp. 41-60 (pp. 42-44).

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