domingo, 19 de marzo de 2017

IX, 39. Veinticinco años de caballería enamorante


mi corazón por una galopada
Olga Bernad

La caballería enamorante del XIX se desintegra en un cuarto de siglo: si don Luis de Vargas consiguió muy pronto (Edad de Oro) los favores de una predispuesta Pepita, a don Álvaro Mesía le costó muchas rondas y esfuerzos muchos (Edad de Plata) predisponer a la Regenta. En la Edad de Hierro de las bicicletas, Frasquito Ponte, sin el don del tratamiento y de la equitación, acabó rechazado por su corcel y descabalgado. Vencido por las bicis. Don Luis se habría sentido sobre una bicicleta tan ridículo como a lomos de su mula vieja, y don Álvaro nunca habría pedaleado ni hecho el caballito. Con la expresión empleada por el personaje de Ronzal en La Regenta, ellos no hubieran aguantado ancas (II, 20).

Post scriptum. Esta serie literaventuresca sobre la caballería enamorante ha tenido la suerte de contar con una recepción extraordinariamente amigable, culta y dialogante, como de academia florentina, que es en lo que a veces se convierte, desenredándose, algún que otro muro de Facebook. Tras el primer post, María José García Mesa citaba rápida y atinada el Poema del Cid, 806-807: «Dios, qué bien pagó a todos sus vasallos, / a los peones y a los encabalgados». Tal recuerdo es recompensa más que suficiente para quien esto escribe.
Agustín Pérez Leal empleó un sintagma estupendo, hípica y épica, que en Google lleva hasta la estatua ecuestre de Felipe III, que era por donde había empezado aquel primer post. Los caminos que conducen, si no a Roma, a la Plaza Mayor. Que no se diga: todo va conectado. Agustín juzgó que el tercero de los posts sobre caballería enamorante «merece la comparanza con la entrada del Cid en Valencia». Por donde se aprecia que además de espléndido poeta que lleva en su cabeza cientos de versos e imágenes de música verbal, es amigo. Los caballos, en cualquier caso, son esenciales para que ruede nuestro viejo poema, y el Cid los iba regalando a cientos al rey de Castilla, a la espera de su benevolencia. (Por mi parte, lo que espero es llegar a Valencia.)
En estas, Mavi Benito, con quien estudié el Poema de Cid en las mismas aulas complutenses —y sigue pareciendo que fue ayer—, vino al muro acompañada de León Felipe: «¿Verdad que si ya no soy malo / me vas a comprar / un caballo blanco / y muy grande / como el de Santiago / […]?». Ya te digo.
Con su más que amazónica inteligencia, Olga Bernad comentaba y regalaba uno de sus magníficos poemas, «Distinto amor» (Caricias perplejas, 2009):

No vendo mi alma al diablo por la gloria
que persiguen discípulos más débiles,
ni regalo un minuto de mis sueños
por poderlo contar.

Algo distinto y nuevo me envilece:
mi corazón por una galopada,
ver esta tierra desde tu montura
y saberlo contar.

Ella sabe hacerlo siempre.
Por fin, Jesús Párraga me ponía de deberes comparar escenas de hípica enamorante con el inicio de Los pazos de Ulloa. Como al profesor Párraga lo que diga, que no hay hora en que no vaya cargado de razón y de razones, un día de estos me pongo con la tarea.
Porque es que, hay que ver, no dejan de trotar los caballos por la literatura.


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