mi corazón
por una galopada
Olga Bernad
La caballería
enamorante del XIX se desintegra en un cuarto de siglo: si don Luis
de Vargas consiguió muy pronto (Edad de Oro) los favores de una
predispuesta Pepita, a don Álvaro
Mesía le costó muchas rondas y esfuerzos muchos (Edad de Plata) predisponer
a la Regenta. En la Edad de Hierro de las bicicletas, Frasquito
Ponte, sin el don del tratamiento y de la equitación, acabó rechazado por
su corcel y descabalgado. Vencido por las bicis. Don Luis se habría sentido
sobre una bicicleta tan ridículo como a lomos de su mula vieja, y don Álvaro
nunca habría pedaleado ni hecho el
caballito. Con la expresión empleada por el personaje de Ronzal en La Regenta, ellos no hubieran aguantado ancas (II, 20).
Post scriptum. Esta serie literaventuresca
sobre la caballería enamorante ha tenido la suerte de contar con una recepción
extraordinariamente amigable, culta y dialogante, como de academia florentina, que
es en lo que a veces se convierte, desenredándose, algún que otro muro de
Facebook. Tras el primer post, María
José García Mesa citaba rápida y atinada el Poema
del Cid, 806-807: «Dios, qué bien pagó a todos sus vasallos, / a los peones
y a los encabalgados». Tal recuerdo es recompensa más que suficiente para quien
esto escribe.
Agustín Pérez Leal empleó un
sintagma estupendo, hípica y épica,
que en Google lleva hasta la estatua ecuestre de
Felipe III, que era por donde había empezado aquel primer post. Los caminos que conducen, si no a
Roma, a la Plaza Mayor. Que no se diga: todo va conectado. Agustín juzgó que el
tercero de los posts sobre caballería
enamorante «merece la comparanza con la entrada del Cid en Valencia». Por donde
se aprecia que además de espléndido poeta que lleva en su cabeza cientos de
versos e imágenes de música verbal, es amigo. Los caballos, en cualquier caso,
son esenciales para que ruede nuestro viejo poema, y el Cid los iba regalando a
cientos al rey de Castilla, a la espera de su benevolencia.
(Por mi parte, lo que espero es llegar a Valencia.)
En estas, Mavi Benito, con
quien estudié el Poema de Cid en las
mismas aulas complutenses —y sigue pareciendo que fue ayer—, vino al muro acompañada
de León Felipe: «¿Verdad que si ya no soy malo / me vas a comprar / un caballo
blanco / y muy grande / como el de Santiago / […]?». Ya te digo.
Con su más que amazónica inteligencia,
Olga Bernad comentaba y regalaba uno de sus magníficos poemas, «Distinto amor»
(Caricias perplejas, 2009):
No vendo mi
alma al diablo por la gloria
que
persiguen discípulos más débiles,
ni regalo un
minuto de mis sueños
por poderlo
contar.
Algo
distinto y nuevo me envilece:
mi corazón
por una galopada,
ver esta
tierra desde tu montura
y saberlo
contar.
Ella sabe hacerlo siempre.
Por fin, Jesús Párraga me
ponía de deberes comparar escenas de hípica enamorante con el inicio de Los pazos de Ulloa. Como al profesor
Párraga lo que diga, que no
hay hora en que no vaya cargado de razón y de razones, un día de
estos me pongo con la tarea.
Porque es que, hay que ver, no
dejan de trotar los caballos por la literatura.
He llegado aquí de la mano de Olga Bernad...
ResponderEliminarRecibe la bienvenida de otro amigo de Olga Bernad.
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