También la casualidad genera
causalidades. En 1815, un suceso imprevisible o extraordinario, de esos que
ahora llaman cisne negro, desencadenó uno de los fenómenos regidos por
eso que ahora llaman efecto mariposa. Lo que nos gusta apellidar hechos
y procesos con nombres de animalillos a los que vamos arrinconando con nuestra
voracidad sapiens. El suceso, como recordó P. Unamuno al reseñar El año del verano que nunca
llegó
(2015), de William Ospina, «la erupción de
un volcán en los Mares del Sur, que provocó un “tsunami” en las costas de Bali, inundó vastas extensiones de China, llenó los
cielos del mundo entero de ceniza y azufre»; el efecto mariposa, que en «la
lejanísima Europa» aconteciera «el verano más frío del milenio» («La
noche que nació Frankenstein», El Mundo,
13-6-2015). A orillas del ginebrino lago Lemán, en la
mansión de Villa Diodati,
ya habían morado el Milton del Paraíso perdido en 1638, y luego Rousseau,
y después Voltaire. Allí se confinaron un 16 de junio de 1816, escapando del
desastre del frío, lord Byron y su médico humanista, John William Polidori, así
como enseguida otros personajes de esta historia circular, tales el poeta Percy
Bysshe Shelley y su novia Mary, a quienes acompañaba una tía de esta, Claire. Apostilla
Unamuno: