lunes, 5 de enero de 2015

VII, 12. Góngora si ya no lejano tampoco solo

Mi buen amigo Jesús Ponce Cárdenas, poeta y filólogo excelente, me regalaba hace poco un ejemplar de su Desviada luz. Antología gongorina para el siglo XXI (Madrid, Fragua-Delirio, 2014). Fue durante el último de mis pasos efímeros y errantes por Madrid, la ciudad que mi DNI tendrá siempre por natal, y de la que pudiera quizá decir lo que Castro: «Mi pena y mi lugar, de extranjería / regresa Luis de Góngora a tu planta», «Quién canta. / Música, luz, color: Córdoba mía». O, tirando de fusión mítica, no sé si como otro buen amigo y filólogo cordobés aquí antologado, algo así: «Caminas lentamente por las calles / cortas y estrechas, cual venas y nervios, / de una ciudad que habita en tu cuerpo» (Matas Caballero).
El sunami gongorino lleva cuatro siglos alterando la literatura escrita en español. Ni las porcelanitas dieciochescas, ni los diques menendezpelayistas, ni el prosaísmo zafio o realista pudieron contenerlo. Es que Góngora inauguró un mundo: «y nace con sus ojos la palabra, / el canto con que lee el universo / en éxtasis de abiertas soledades», según José Ángel Aldana, espléndido conocedor de la poesía del racionero. Y amigo sin necesidad de aclaraciones. Luego, la «tenue llama de poeta / del veintisiete la caterva aviva / con hispalense fuego» (Velaza). Con el decisivo impulso de un magnífico poeta cuya memoria sigue marginando, por ahora, la pestífera interferencia de la política —esa teología contemporánea— en la vida y poesía de todos: «En esto… Gerardo. Preludio… Debussy, Diego mirlo, Purísimo Gerardo […], oh pantera infinita y cantábrica» (González Fuentes).
La neonavegación del Veintisiete por el maremoto gongorino —cartógrafos (Alfonso Reyes, Dámaso Alonso) no le faltaron— permitió asentar que «Arde nueva tu voz / en los medidos claustros / de esta alma soledad» (Ponce Cárdenas). Después, los poetas-filólogos —dos oficios indesligables—, la mayoría desde hace más de medio siglo, aprendieron la lección y la siguen legando: «Me pintó oscuro don Diego», habla Góngora sobre Velázquez: «¿Oscuridad? Esmeraldas en un mar de náyades y Narcisos. / Yo amé la vida. (No se ve en el retrato) / […] / Amé la Belleza en una tierra que presume detestarla» (L. A. de Villena). Nada menos que «la belleza, esa calidad extrema de la utopía» (González Fuentes). Sí, esos fueron su empresa, su don, su obra: «por el conjuro del verbo o el milagro / restablecer el himen —intacto— a la hermosura, / […] / fraguar la vida, / e inaugurar un mundo perfecto a la medida / feliz de esa belleza recién dicha», mientras «retorna su esplendor a lo decrépito»; en conclusión, «Hacer un mundo nuevo para siempre» «y finalmente» «contemplar en silencio tal ciénaga de patos / con un desdén inmenso por toda esta miseria» (Clementson).
Príncipe ya no de las tinieblas, pues, sino «Góngora, lumbre del román decoro» (García Baena). O sin viejas retóricas, y por tanto de forma más poética o exacta: «Góngora son mil normas estrictas contra la frivolidad» (Artigue). Lo enseñan, mejor que en un manual, los poetas-filólogos. Tal que Siles:

Cada adjetivo aleja
la voz de su sentido.
La letra no refleja
sino lo ya perdido:
aquella luz perpleja,
aquel leve latido
que yo vi reducido
a una imagen compleja
del latín en que escribo.

Las lecciones se multiplican en Desviada luz: «Góngora vive sólo en sus palabras», «ya por siempre la verdad de Góngora»: «por el tirabuzón de las elipses, / por alusión, o fuego de bombardas, / por versos anteriores al sentido / o por encima del sentido, versos / que significan lo que el verso es, / […] / porque el poema, en su dominio ardiente, / más que a significar aspira a ser» (Gimferrer); «esquinas oscuras de versos puntiagudos, / callejones sintácticos sin salida lógica, / sonidos que aislados eran solo sonidos / pero que tus versos convertían en música. / […] / ¿Cuántas vidas, cuántas metáforas / hemos de vivir para ser dignos / de pronunciar tu nombre, / Luis de Góngora y Argote?» (Lucía Megías). Valga por todas el fenomenal resumen de Luján Atienza, otro filólogo y amigo: «y Góngora inventó / la poca poesía que sabemos».
«Por un instante a cada uno de los dos se os ocurre que podríais ser el otro. / Eso es leer poesía» (Artigue). Así que, más allá del entrenamiento en nuevas Soledades —ese milagro en que confluyen el camino de vuelta hacia el verso clásico y el de ida hacia el moderno— otros poetas-filólogos transmiten en eco la neolengua gongorina: «Pasos de un pasotilla son colgante, / cuantos de tumbos pudo borrachera / […] / era del año el colocón florido» (García Montero); «Era de uranio la estación florida […]» (Martínez); «Mientras por compartir tu casi lecho, / llanto sin voz su amor te nombra en vano; / […] / mientras tu orgullo vuelve más estrecho / el cauce entre los dos, y más lejano; / […] / goza, si en ello encuentras gozo alguno, // antes que el desdén y la distancia / aquel amor total y apasionado / por ti lo vuelvan huésped importuno» (Castaño); «De cómo aquí he llegado no sé nada / y es naufragio, no obstante, que consiento / […] / —en éxtasis de noche voy muy puesto— / […] / Bebe un poco de olvido, sobre estrella / de noche colombiana y di tu daño. / […] / La belleza intentamos. Yo he cumplido mi parte» (Praena). O mi gran amigo Vicente Cristóbal: «Y así felicidad y desventura, / adversas encontrándose en la vía, / una tregua firmaron a la oscura / luz en que se disuelve el albo día».
No sé por qué —claro que lo sé— prefiero hoy ese otro aprendizaje en de Góngora «La obra esplendorosa, / mitigando la traición insistente de la vida» (L. A. de Villena), espacio y tiempo en que «Emigra la verdad como las aves», seguramente porque fuera «esa voluble / jurisdicción de lo vivido / donde se albergan siempre las mentiras» (Caballero Bonald). Y en que brotan las heridas de «ese caballo encabritado / que corre sin jinete en noche oscura»: «la muerte con la vida se disfraza / y Amor se anuncia, nuevo en esta plaza» (García Martín). Ah, el amor: «quedeme trabado / en el deseo. Así perdí los labios / de Cloris anhelante»: «Ya tarde comprendí: lo que no he dado / es verdaderamente lo perdido» (Ballesteros). En la esgrima del amor, quien habría de curar mata: «Te vi surgir, solícita enfermera, / […] / Me recetaste el bálsamo de un beso / y desperté con el tobillo ileso / y el corazón partido en mil pedazos» (Conde de Abascal).
Por esta Desviada luz anda también otro Góngora redivivo, el crítico y satírico: «Todo se vende este día, / y mucho mejor si es humo, / que nadie lo va a notar» (Corredor-Matheos). Y el estoico: «pero en tanto se da todo el trasiego, / más quiero yo estar sentado en mi puerta / la vida viendo y a la muerte alerta» (F. de Villena). Incluso el humorístico, esa vena que nuestros poetas, no en vano biznietos del tristón Romanticismo, prefieren evitar: «Seco va el impetuoso Manzanares / […] / ¡Qué flota para imperio suficiente / con tanta leña si tuviera mares» (Herrero de Jáuregui).
Politemático y poliédrico don Luis. Se la jugaron el Todo y la Nada en sus versos, que mostraron cómo los lenguajes, a fuerza de uso, se deturpan: una ruina desde la que Góngora alzó la invención de otra lengua. Y de la literatura posterior. La máxima exigencia de leer consiste en no tener prisa. No hay mandato moral gongorino más esencial. Leer despacio es aprender a vivir: «Desgastan las palabras para luego / descubrirnos la Nada […] / […] / Por eso lo difícil es la vida. / Gozar en lo no dicho, ser un ave / inédita en el aire» (Portela). Con el más alto de los ejemplos, el de Góngora, la poesía sigue avanzando, desde los talleres del filólogo y del poeta, para mostrarnos otras moradas. Varias en cada temporada.
En ésta vislumbremos tal vez, de tan recicladores y ecológicos, que «quizá / la muerte es / la madre de la vida» (Gamoneda).


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