Mi
buen amigo Jesús Ponce Cárdenas, poeta y filólogo excelente, me regalaba hace poco un ejemplar de su Desviada luz. Antología gongorina para el siglo XXI (Madrid,
Fragua-Delirio, 2014). Fue durante el último de mis pasos efímeros y errantes
por Madrid, la ciudad que mi DNI tendrá siempre por natal, y de la que pudiera
quizá decir lo que Castro: «Mi pena y mi lugar, de extranjería / regresa Luis
de Góngora a tu planta», «Quién canta. / Música, luz, color: Córdoba mía». O,
tirando de fusión
mítica, no sé si como otro buen amigo y filólogo cordobés aquí antologado,
algo así: «Caminas lentamente por las calles / cortas y estrechas, cual venas y
nervios, / de una ciudad que habita en tu cuerpo» (Matas Caballero).
El sunami gongorino lleva cuatro siglos
alterando la literatura escrita en español. Ni las porcelanitas dieciochescas,
ni los diques menendezpelayistas, ni el prosaísmo zafio o realista pudieron
contenerlo. Es que Góngora inauguró un mundo: «y nace con sus ojos la palabra,
/ el canto con que lee el universo / en éxtasis de abiertas soledades», según José
Ángel Aldana, espléndido conocedor de la poesía del racionero. Y amigo sin
necesidad de aclaraciones. Luego, la «tenue llama de poeta / del veintisiete la caterva aviva
/ con hispalense fuego» (Velaza). Con el decisivo impulso de un magnífico poeta
cuya memoria sigue marginando, por ahora, la pestífera interferencia de la
política —esa teología contemporánea— en la vida y poesía de todos: «En esto…
Gerardo. Preludio… Debussy, Diego mirlo, Purísimo Gerardo […], oh pantera
infinita y cantábrica» (González Fuentes).
La
neonavegación del Veintisiete por el maremoto gongorino —cartógrafos (Alfonso
Reyes, Dámaso Alonso) no le faltaron— permitió asentar que «Arde nueva tu voz /
en los medidos claustros / de esta alma soledad» (Ponce Cárdenas). Después, los
poetas-filólogos —dos oficios indesligables—, la mayoría desde hace más de
medio siglo, aprendieron la lección y la siguen legando: «Me pintó oscuro don
Diego», habla Góngora sobre Velázquez: «¿Oscuridad? Esmeraldas en un mar de
náyades y Narcisos. / Yo amé la vida. (No se ve en el retrato) / […] / Amé la
Belleza en una tierra que presume detestarla» (L. A. de Villena). Nada menos
que «la belleza, esa calidad extrema de la utopía» (González Fuentes). Sí, esos
fueron su empresa, su don, su obra: «por el conjuro del verbo o el milagro / restablecer
el himen —intacto— a la hermosura, / […] / fraguar la vida, / e inaugurar un
mundo perfecto a la medida / feliz de esa belleza recién dicha», mientras «retorna
su esplendor a lo decrépito»; en conclusión, «Hacer un mundo nuevo para siempre»
«y finalmente» «contemplar en silencio tal ciénaga de patos / con un desdén
inmenso por toda esta miseria» (Clementson).
Príncipe
ya no de las tinieblas, pues, sino «Góngora, lumbre del román decoro» (García
Baena). O sin viejas retóricas, y por tanto de forma más poética o exacta: «Góngora
son mil normas estrictas contra la frivolidad» (Artigue). Lo enseñan, mejor que
en un manual, los poetas-filólogos. Tal que Siles:
Cada adjetivo
aleja
la voz de su
sentido.
La letra no
refleja
sino lo ya
perdido:
aquella luz
perpleja,
aquel leve
latido
que yo vi
reducido
a una imagen
compleja
del latín en
que escribo.
Las
lecciones se multiplican en Desviada luz:
«Góngora vive sólo en sus palabras», «ya por siempre la verdad de Góngora»: «por
el tirabuzón de las elipses, / por alusión, o fuego de bombardas, / por versos
anteriores al sentido / o por encima del sentido, versos / que significan lo
que el verso es, / […] / porque el poema, en su dominio ardiente, / más que a
significar aspira a ser» (Gimferrer); «esquinas oscuras de versos puntiagudos,
/ callejones sintácticos sin salida lógica, / sonidos que aislados eran solo
sonidos / pero que tus versos convertían en música. / […] / ¿Cuántas vidas,
cuántas metáforas / hemos de vivir para ser dignos / de pronunciar tu nombre, /
Luis de Góngora y Argote?» (Lucía Megías). Valga por todas el fenomenal resumen
de Luján Atienza, otro filólogo y amigo: «y Góngora inventó / la poca poesía
que sabemos».
«Por
un instante a cada uno de los dos se os ocurre que podríais ser el otro. / Eso
es leer poesía» (Artigue). Así que, más allá del entrenamiento en nuevas Soledades —ese milagro en que confluyen el
camino de vuelta hacia el verso clásico y el de ida hacia el moderno— otros
poetas-filólogos transmiten en eco la neolengua gongorina: «Pasos de un
pasotilla son colgante, / cuantos de tumbos pudo borrachera / […] / era del año
el colocón florido» (García Montero); «Era de uranio la estación florida […]» (Martínez);
«Mientras por compartir tu casi lecho, / llanto sin voz su amor te nombra en
vano; / […] / mientras tu orgullo vuelve más estrecho / el cauce entre los dos,
y más lejano; / […] / goza, si en ello encuentras gozo alguno, // antes que el
desdén y la distancia / aquel amor total y apasionado / por ti lo vuelvan
huésped importuno» (Castaño); «De cómo aquí he llegado no sé nada / y es
naufragio, no obstante, que consiento / […] / —en éxtasis de noche voy muy
puesto— / […] / Bebe un poco de olvido, sobre estrella / de noche colombiana y
di tu daño. / […] / La belleza intentamos. Yo he cumplido mi parte» (Praena). O
mi gran amigo Vicente Cristóbal: «Y así felicidad y desventura, / adversas
encontrándose en la vía, / una tregua firmaron a la oscura / luz en que se
disuelve el albo día».
No
sé por qué —claro que lo sé— prefiero hoy ese otro aprendizaje en de Góngora «La
obra esplendorosa, / mitigando la traición insistente de la vida» (L. A. de Villena),
espacio y tiempo en que «Emigra la verdad como las aves», seguramente porque fuera
«esa voluble / jurisdicción de lo vivido / donde se albergan siempre las
mentiras» (Caballero Bonald). Y en que brotan las heridas de «ese caballo
encabritado / que corre sin jinete en noche oscura»: «la muerte con la vida se
disfraza / y Amor se anuncia, nuevo en esta plaza» (García Martín). Ah, el
amor: «quedeme trabado / en el deseo. Así perdí los labios / de Cloris
anhelante»: «Ya tarde comprendí: lo que no he dado / es verdaderamente lo
perdido» (Ballesteros). En la esgrima del amor, quien habría de curar mata: «Te
vi surgir, solícita enfermera, / […] / Me recetaste el bálsamo de un beso / y
desperté con el tobillo ileso / y el corazón partido en mil pedazos» (Conde de
Abascal).
Por
esta Desviada luz anda también otro
Góngora redivivo, el crítico y satírico: «Todo
se vende este día, / y mucho mejor si es humo, / que nadie lo va a notar»
(Corredor-Matheos). Y el estoico: «pero en tanto se da todo el trasiego, / más
quiero yo estar sentado en mi puerta / la vida viendo y a la muerte alerta» (F.
de Villena). Incluso el humorístico, esa vena que nuestros poetas, no en vano biznietos
del tristón Romanticismo, prefieren evitar: «Seco va el impetuoso Manzanares / […]
/ ¡Qué flota para imperio suficiente / con tanta leña si tuviera mares»
(Herrero de Jáuregui).
Politemático
y poliédrico don Luis. Se la jugaron el Todo y la Nada en sus versos, que
mostraron cómo los lenguajes, a fuerza de uso, se deturpan: una ruina desde la
que Góngora alzó la invención de otra lengua. Y de la literatura posterior. La
máxima exigencia de leer consiste en no tener prisa. No hay mandato moral gongorino
más esencial. Leer despacio es aprender a vivir: «Desgastan las palabras para
luego / descubrirnos la Nada […] / […] / Por eso lo difícil es la vida. / Gozar
en lo no dicho, ser un ave / inédita en el aire» (Portela). Con el más alto de
los ejemplos, el de Góngora, la poesía sigue avanzando, desde los talleres del
filólogo y del poeta, para mostrarnos otras moradas. Varias en cada temporada.
En
ésta vislumbremos tal vez, de tan recicladores y ecológicos, que «quizá / la
muerte es / la madre de la vida» (Gamoneda).
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