viernes, 3 de julio de 2015

IX, 31. Si Garcilaso volviera

De qué está hecha la poesía. O qué cosa sea. Habrá quien responda —unos ojos azules de por medio, esa sonrisa (precisamente esa) o quizá una rubia cabellera, no sé— que eres tú. El típico poeta ligón. Un caso de libro.
Mas dejemos el cubata por un rato. Y digamos, tal vez, que la poesía es una ajustada trabazón de palabras y silencios. Un instrumento de cuerda (vocal) que pauta su música con pausas y acentos. Alzándose sobre tal partitura, los textos que vivimos y las vidas que leemos: así pues, sobre la melodía, un yo que es tantos. Cuya voz se ahorma, se forja, se conforma en el encuentro entre lo que otros ayer pronunciaron y un incierto hoy del cantor. Pongamos que el maestre de campo Garcilaso, que blandió espada y otra arma mucho más efectiva: la cargada, sí, de futuro.
Tuvo el gentilhombre Garcilaso que servir como capitán de Carlos V y guerrear lo suyo: acumulando méritos que recuperasen el favor real para su familia, que había militado en aquel error histórico de las Comunidades castellanas. Tanto lo buscó —ah, el honor— que murió en el intento, claro. Sus restos, unos pocos poemas de potente eco en miles de versos posteriores. Tal los de Rafael Alberti: «Si Garcilaso volviera / yo sería su escudero; / que buen caballero era».
Como Europa y el mundo eran Roma y el Mediterráneo, también Carlos V se aplicó a controlarlos. En 1527, su fuerza multinacional de intervención rápida estuvo a pique de poner fin a la Ciudad Eterna. Quizá muy en plan reportero comprometido del siglo XX, dice Vranich que el Saco de Roma «sacude la adormecida conciencia de Europa y bajo el impacto de la nueva tragedia las ruinas de Roma se convierten en tema poético que repercutirá fuertemente en las letras renacentistas» (p. 765a). Bueno, otra hazaña de la imprecisión: como ni idea de qué sea la conciencia de ningún lugarcillo, a saber si iba entonces Europa por la fase REM del sueño.
En cuanto al Mediterráneo, el centro de la Tierra, quien lo domina triunfa: Roma, que no dejó piedra sobre piedra de Cartago; o los aliados, que le partieron su caricatura de imperator pobre a Mussolini antes de doblegar a Germania, esa vieja costumbre. El eje Norte-Sur, nombre actual del eje Roma-Cartago, es definitiva aguja que cose dos mundos. Pero las ardientes arenas y las cálidas noches cartaginesas apenas dejan dormir. Solo a un insomnio pudo deberse que el ansiado y húmedo viento ábrego, el africus, diera nombre al continente que entero crece en fuego entre dos océanos. Quizá el insomnio de los guerreros: mientras contemplaba los desiertos que sus tanques devoraban, el general Patton creyó ser la reencarnación de Aníbal al mando de sus elefantes escaladores de los Alpes; mucho antes, en el verano de 1535, Garcilaso, participando en la toma de la Goleta —fortaleza próxima al gran cerchio de las ruinas de Cartago, que decía Tasso— pensó a Carlos V como redivivo Publio Cornelio Escipión el Africano. Hasta ahí, si me pongo en plan manual, el contexto. Pero prefiero ver la Goleta como la magdalena proustiana de Garcilaso, quien imagina los derruidos muros de Cartago, altura sumida en polvo y sombra; de donde salta a Tasso y el soneto de las ruinas. Y como recordar lecturas fuerza a escribir, ahora se dispone Garcilaso a ocupar espacio, esa tarea de la retórica.
La imaginación del poeta se cruza con su memoria lectora y ambas se gemelizan. Probemos. El soneto que Garcilaso está a punto de escribir en nuestro experimento, y que él nunca sabrá que conocimos luego como XXXIII, fue llamado —perdonémoselo— «trocito autobiográfico» por Fucilla, quien lo emparentó con los de Castiglione y Tasso, cuya obra «conocía muy bien» (pp. 69-70). Como poeta de la vanguardia italianista del XVI, Garcilaso se había reciclado en esas lecturas, o en Bembo. Quien enderezó, vocativo inicial mediante, su soneto de ruinas a un amigo: «Tomasso, i’…» (v. 1). Venga: «Boscán, las…» (v. 1). Otro pie daba Castiglione, que había dicho de las ruinas

che’l nome sol di Roma anchor tenete (v. 2)

Hala pues, musas:

sólo el nombre dejaron a Cartago (v. 11)

Y como se trata de presentar a un soldado harto de garita y enamorado, pues sea Tasso cantando «di Chartagine anticha» (v. 2).
Las previas palabras de los otros serán ahora engarzadas con la verbalización musical de la experiencia propia: la guerra o el furor de Marte; la propaganda de Carlos V o que el romano / imperio reverdezca; la nostalgia de Roma y el sobrepujamiento español de sus logros (nota mental: a esto hay que dedicarle todo un cuarteto, señor, sí señor). Y el amor, no faltaba más. Ya vimos que la retórica previó dos tácticas para amalgamar ruinas y amor: la de Castiglione (C = RT3 + Y1) y la de Tasso (T = RcT1 + Ya3). Garcilaso empieza la partida moviendo las piezas (Cartago y un soldado) de la ecuación T; pero por el camino innova, es decir, reconfigura los moldes. Porque prefiere ocupar el espacio al modo de la ecuación C. De tal mezcla le sale G = RcT3 + Ya1. Al aplicar estas artes combinatorias resulta un soneto cuartelario que, para qué engañarnos, no es lo mejor de su colección:

Boscán, las armas y el furor de Marte,
que con su propria fuerza el africano
suelo regando, hacen que el romano
imperio reverdezca en esta parte,
han reducido a la memoria el arte
y el antiguo valor italïano,
por cuya fuerza y valerosa mano
África se aterró de parte a parte.
Aquí donde el romano encendimiento,
donde el fuego y la llama licenciosa
sólo el nombre dejaron a Cartago,
vuelve y revuelve amor mi pensamiento,
hiere y enciende el alma temerosa,
y en llanto y en ceniza me deshago.

Y luego se quejaría Boscán de que los castellanotes aficionados a las coplas considerasen prosa al endecasílabo. Pero a lo que vamos: entretejidos de nuevo las ruinas y el amor, fruto unas y causa el otro del encendimiento, el fuego y la llama, natural que termine todo en ceniza. Aun así, Garcilaso enriquece el bitematismo de Castiglione y Tasso presentándolo como palabra enderezada a un amigo y como anuncio subliminal del capitán que celebra que su jefe sobrepuje el antiguo valor italïano, o como anotó en 1580 Herrera: «De los Cipiones, que vencieron i destruyeron a Cartago». Tres pueblos se pasó Garcilaso comparando el reseteado completo y romano del imperio cartaginés con la toma de una fortaleza de Barbarroja. Sin embargo, el XXXIII muestra lo versátil del soneto: un poeta habilidoso puede seguir añadiendo complementos sin que se desborde el límite estricto de las ciento cincuenta y cuatro sílabas en catorce versos. Brotando desde el silencio de papel de unos amplios márgenes, el soneto ofrece no menor margen de maniobra a un capitán de poetas como Garcilaso.
Sí. También yo sería su escudero.


2 comentarios:

  1. José María P.H.7 de julio de 2015, 1:44

    Dos sonetos insertos en la historia que el cautivo relata a Don Quijote y compañía (cap.XL) tratan sobre la pérdida de La Goleta que, según parece, afectó bastante a un poeta soldado ( y caballero) llamado Cervantes. El segundo de los dos se inicia con el asunto de las ruinas ("De entre esta tierra estéril, derribada, / destos terrones por el suelo echados") frente a esas "almas santas" de soldados que del "duro seno" habrán subido al "claro cielo" proponiéndonos un juego de opuestos muy acostumbrado en la poesía de la época. Prosigue el cautivo contándonos cómo los turcos desmantelaron la fortaleza sin conseguir derribar la muralla vieja. Es sabido, y no es tópico, que lo construido de antiguo es mas consistente. Hoy se lleva lo frágil, lo efímero.
    Y con tu blog, ingenioso Gaspar, disfrutamos y aprendemos. Un saludo.

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    1. Entre los poetas preferidos de Cervantes, tenía Garcilaso un altar. Gracias por tu lectura tan atenta, José María. Un abrazo.

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