miércoles, 1 de febrero de 2017

IX, 37. Pie a tierra

Recién terminada la publicación por entregas de Pepita Jiménez, que por mayo era por mayo de 1874, el sacerdote, erudito y musicólogo José María Sbarbi —otra neurona del memorión de Wikipedia— se apresuraba a reseñarla en «Un plato de garrafales (Juicio crítico de Pepita Jiménez, por D[on]. J[uan]. V[alera].)», Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, IV (1874), pp. 187-190 y 203-205. Con gracejo gaditano que procuraba contener la mala baba, criticó Sbarbi «estas epístolas no católicas, en cuanto al lenguaje se entiende» (p. 204a).
Tirando la piedra y escondiendo la mano, ese viejo recurso retórico, el reseñista decía pasar por alto «las impropiedades, inexactitudes é inconveniencias en que incurriera el escritor» (p. 187b) para centrarse en los «graves yerros de lenguaje y de construccion gramatical» «con que se halla salpicada esta obra» (p. 188a), de la que Sbarbi finge hasta casi el final de su escrito crítico no saber quién es el autor. En carta de 1888 que acabaría prologando Azul…, Valera se dirigirá a Rubén Darío: «Con el galicismo mental de usted no he sido sólo indulgente, sino que le he aplaudido por lo perfecto». Mucha menor indulgencia había mostrado años antes Sbarbi con la novela epistolar de Valera, a pesar de que, como profesional de sacristía, sin duda dominaba las herramientas del perdón; pero fue el caso que don José María —¿o don Josemaría?, que al fin cualquier hombre es todos los hombres— se dio a censurar en Pepita Jiménez usos verbales y galicismos (pp. 188-190 y 203-204), mediante reproches que no resistirían un cotejo con el uso gramatical del siguiente siglo y medio, que, mira tú por dónde, los ha ido admitiendo. Es que el ritmo de la historia de la lengua no sigue el compás de la inerte funeraria del purismo.
No le faltaba razón al reseñista de órgano y misal cuando advertía que en Pepita Jiménez «los acontecimientos no siempre se sucedan con la debida oportunidad», faltos «en ocasiones de la preparacion ó desarrollo conveniente; ó ya que se repitan con sobrada frecuencia» (p. 187b), aunque no fuera eso lo que importaba a Sbarbi; sí que Pepita Jiménez evidenciase, ante «los ojos de la juventud aspirante al sacerdocio», «los desengaños» a que se expone «cuando no está verdaderamente llamada por Dios para el desempeño de las funciones de tan tremendo ministerio» (p. 187b). Con razón había soltado aquello de epístolas no católicas, tirando, ya digo, la piedra y escondiendo en el baluarte del doble sentido la mano. Abierta.
Lo que hubieran encendido al sacerdote y musicólogo Sbarbi las misas con guitarra.
A fray Ramón Martínez Vigil, obispo dominico de Oviedo (o Vetusta), lo que le encendió o incendió fue la publicación de La Regenta. A ver. ¿Se le caerían las gafas a Su Ilustrísima persona al leer lo que aconteció cuando don Álvaro Mesía galanteara a caballo a Ana Ozores? Don Víctor Quintanar, manso y «humilde infante», presenció esa ronda a su esposa, y no pudiendo saludar al «gallardo jinete», golpeó amistosamente «las ancas del caballo» (II, 16). Tanto monta… Por su parte, don Fermín de Pas —magistral en la misma catedral que compartieron Vetusta y el obispo fray Ramón—, derrotado por un caballo literario, como el galope repetido de texto en texto por aquellos novelistas liberalotes, pudo sentirse como Hércules cuando el centauro Neso se llevó a su esposa Deyanira, o bien personaje —el hombre-suelo con una tan gigantesca como impotente cabeza de ojo pasmado— del aguafuerte goyesco El caballo raptor (1815-1819), en que un équido atrapa en su boca a mujer encamisada, dislocada y complacida. Ciego de ira, don Fermín renegará de su condición sacerdotal (¿adivinan el estremecimiento del obispo Martínez?), más cuando don Álvaro le adelante a lomos, cómo no, de brioso corcel, mientras él marcha sobre una berlina, cuyo «mísero jaco» era incapaz «de toda noble emulación». ¡Ah, si no vistiera aquella especie de incómoda falda!: «Cada vez le pesaba más la sotana y le abrumaba más el manteo», dice entre sí. Y más: «la culpa de todo la tenía la odiosa, la repugnante sotana» (II, 27).
Natural que a Clarín le tuvieran ganas los curas trabucaires y sus más entregados parroquianos.


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